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viernes, marzo 29, 2024

¿Qué tipo de Papa? Las tensiones internas de la Iglesia actual

Debemos discernir con inteligencia lo que mejor sirve actualmente al mensaje cristiano en el contexto de una crisis social y ecológica de gravísimas consecuencias. El problema central no es la Iglesia sino el futuro de la Madre Tierra, de la vida y de nuestra civilización. ¿Cómo puede ayudar la Iglesia en esa travesía?

por Leonardo Boff 

No me propongo presentar un balance del pontificado de Benedicto XVI que acaba de renunciar, pues ya otros lo han hecho con competencia. Para los lectores tal vez sea más interesante conocer mejor una tensión siempre viva dentro de la Iglesia y que marca el perfil de cada papa. La cuestión central es esta: ¿cuál es la posición y la misión de la Iglesia en el mundo?

Anticipando diremos que una concepción equilibrada debe asentarse sobre dos pilares fundamentales: el Reino y el mundo.

El Reino es el mensaje central de Jesús, su utopía de una revolución absoluta que reconcilia la creación consigo misma y con Dios.

El mundo es el lugar donde la Iglesia realiza su servicio al Reino y donde se construye ella misma.

Si pensamos la Iglesia demasiado ligada al Reino, se corre el riesgo de espiritualización y de idealismo. Si demasiado próxima al mundo, se incurre en la tentación de mundanización y de politización. Lo que importa es saber articular Reino-Mundo-Iglesia. Ella pertenece al Reino y también al mundo. Posee una dimensión histórica con sus contradicciones y otra trascendente.

¿Cómo vivir esta tensión dentro del mundo y de la historia? Disponemos de dos modelos diferentes y a veces conflictivos: el del testimonio y el del diálogo.

El modelo del testimonio afirma con convicción: tenemos el depósito de la fe, dentro del cual están todas las verdades necesarias para la salvación; tenemos los sacramentos que comunican gracia; tenemos una moral bien definida; tenemos la certeza de que la Iglesia Católica es la Iglesia de Cristo, la única verdadera; tenemos al papa que goza de infalibilidad en cuestiones de fe y de moral; tenemos una jerarquía que gobierna al pueblo fiel y tenemos la promesa de asistencia permanente del Espíritu Santo. Esto tiene que ser testimoniado frente a un mundo que por sí mismo jamás alcanzará la salvación. El mundo tendrá que pasar por la mediación de la Iglesia, sin la cual no hay salvación.

Los cristianos de este modelo, desde los papas hasta los simples fieles, se sienten imbuidos de una misión salvadora única. En esto son fundamentalistas y poco dados al diálogo. ¿Para qué dialogar? Ya tenemos todo. El diálogo es para facilitar la conversión.

El modelo del diálogo parte de otros presupuestos: El Reino es mayor que la Iglesia y conoce también un realización secular, siempre donde hay verdad, amor y justicia; Cristo resucitado posee dimensiones cósmicas y empuja la evolución hacia un fin bueno; el Espíritu está siempre presente en la historia y en las personas de bien, Él llega antes que el misionero, pues estaba en los pueblos en forma de solidaridad, amor y compasión. Dios nunca abandona a los suyos y a todos ofrece oportunidad de salvación, pues los ha sacado de su corazón para que un día vivan felices en el Reino de los libertos. La misión de la Iglesia es ser señal de esta historia de Dios dentro de la historia humana y también un instrumento para su implementación junto a otros caminos espirituales. Si la realidad tanto religiosa como secular está empapada de Dios, todos debemos dialogar: intercambiar, aprender unos de otros y hacer la caminada humana rumbo a la promesa feliz, más fácil y más segura.

El primer modelo del testimonio es el de la Iglesia de la tradición que promovió las misiones en Asia, África y América Latina siendo hasta cómplice en destrucción y dominación de miles de pueblos originarios, africanos y asiáticos. Era el modelo del Papa Juan Pablo II que recorría el mundo empuñando la cruz como testimonio de que de ahí provenía la salvación. Era el modelo, todavía más radicalizado, de Benedicto XVI que negó el título de «Iglesia» a las iglesias evangélicas, ofendiéndolas gravemente; atacó directamente la modernidad pues la veía negativamente como relativista y secularista. Lógicamente no le negó todos los valores pero veía en ellos como fuente la fe cristiana. Redujo la Iglesia a una isla aislada o a una fortaleza rodeada por todas partes de enemigos, de los cuales tenemos que defendernos.

El modelo de diálogo es el del Concilio Vaticano II y el de Medellín y el de Puebla en América Latina. Veían el cristianismo no como un depósito, sistema cerrado con el riesgo de quedar fosilizado, sino como una fuente de aguas vivas y cristalinas que pueden ser canalizadas por muchos conductos culturales, un lugar de aprendizaje mutuo, porque todos somos portadores del Espíritu Creador y de la esencia del sueño de Jesús.

El primer modelo, el del testimonio, asustó a muchos cristianos que se sentían infantilizados y desvalorizados en sus saberes profesionales; ya no sentían la Iglesia como su hogar espiritual y, desconsolados, se alejaban de la institución pero no del cristianismo como valor y utopía generosa de Jesús.

El segundo modelo, el del diálogo, acercó a muchos pues se sentían en casa, ayudando a construir una Iglesia-aprendiz y abierta al diálogo con todos. El efecto era un sentimiento de libertad y de creatividad. Así vale la pena ser cristiano.

El modelo del diálogo se hace urgente si la Iglesia quiere salir de la crisis en la que se encuentra y que ha alcanzado al núcleo de su honor: la moralidad (los pedófilos) y la espiritualidad (robo de documentos secretos y problemas graves de transparencia en el Banco do Vaticano).

Debemos discernir con inteligencia lo que mejor sirve actualmente al mensaje cristiano en el contexto de una crisis social y ecológica de gravísimas consecuencias. El problema central no es la Iglesia sino el futuro de la Madre Tierra, de la vida y de nuestra civilización. ¿Cómo puede ayudar la Iglesia en esa travesía? Sólo dialogando y sumando fuerzas con todos.

Leonardo Boff es autor de Iglesia: carisma y poder, libro sometido a juicio por el entonces cardenal Joseph Ratzinger.

Traducción de María José Gavito Milano

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