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domingo, diciembre 22, 2024

Paz y Amor: 1968

 Las voces de las y los estudiantes han venido a recordar, para los que pierden la memoria, los costos de la estulticia, de la injusticia, de la pobreza, de la exclusión, de las violaciones a niñas y mujeres, del olvido de la dignidad y los principios, de la tranza, el abuso, la abulia, el robo, la falta de imaginación, lo fétido oficial, del homicidio, del fraude…. Que no las tienen todas con ellos y sus ambiciones. 

por Sara Lovera

“…de pronto se apareció, era material, vi su perfil, meditabundo, desde el dintel, como una sombra, observándome, era el añejo dinosaurio que amenazaba con volver, regresar por sus fueros, en busca de su poder pleno;
me estremecí, sentí que todo el pasado se me venía encima…”
Sara Lovera 2006

Hay una memoria histórica que no puede evitarse. Viene al encuentro y se sitúa a través de una conversación, una novela, tal vez una película. Hay acontecimientos que trascienden a cualquier intento de borrador, de limpiador y de eliminador de olores, colores, y superficies.

Existen residuos que pasan de voz en voz, que se van anidando en la conciencia, que pululan y van haciendo un túnel en el pensamiento, a veces, sin que nadie se lo proponga.
Conozco a unos chicos que nacieron entre 1973 y 1980 que ni idea tenían de las andanzas de Lucio Cabañas y que le hicieron, como se dice, una rola describiendo las montañas del sur.

He visto las playeras con la fotografía de Ernesto Che Guevara, en Argentina, claro, en Turquía, en Paris, en Líbano, y también en los grandes festivales de música pesada en ciudades como Chicago y Los Ángeles. El vendedor de playeras probablemente desconozca quién era, de dónde llegó o qué hizo. Y es probable que quien la compra tampoco sepa nada del personaje, hasta que alguien o algo provoca el conocimiento del dato y se produce la fórmula: imagen, un poco de historia y una canción, que se mete en el caracol de la memoria.

Eso nadie lo puede controlar. Ni siquiera el poder mayúsculo de las tiranías. Un experto en cuestiones indigenistas me dijo un día que los pueblos originarios huyeron a las montañas para no perder su memoria y, desde ahí, podían dominar lo que se les ofrecía como pase a la modernidad. Muchas indígenas están hoy día en cualquier capital del mundo comerciando sus bordados y tejidos pegadas a un celular. Son postmodernas. Pero llevan consigo su memoria -la electrónica y la mental- y cargan un chilpayate que respira ambas.

Por eso nadie puede decir, como escuché a un proto analista señalar, que existe un poder «X» que está detrás de las manifestaciones juveniles que le han puesto sabor y dicha a esta campaña electoral que terminará en México en apenas tres semanas.

¿Eso va a cambiar el voto o los votos? ¿Alguien tiene clara la película? Por supuesto, los cálculos están hechos, las cartas están marcadas. ¿Eso está plenamente controlado? Tampoco. Existe algo de incertidumbre, si no fuera así no se hubieran bajado rápidamente a los pies estudiantiles los dueños del duopolio televisivo.

Se trata de la memoria, esa que está en el proceso cognitivo, que se anida en la mente y que puede producir conciencia y decisión.

El movimiento, como dicen, «espontáneo» de miles y miles de jóvenes, que alientan, que echan los brazos para la felicidad, como los de mi época de paz y amor; parecidos a los que fuimos la generación del 68, a quienes seguro les gusta la poesía, aborrecen las formas autoritarias, las caras cuadradas, los pensamientos avejentados y sujetos a las formalidades de un lenguaje que está totalmente trastocado.

Pero hay quienes creen en la idea conservadora-priista de suponer que siempre, que indudablemente, que es inequívoco, que nadie puede dudar que atrás de la gente que vocifera, se enardece, se rebela contra lo que no le gusta, que se organiza, que protesta, que toma las calles, que no acepta encasillar y disminuir, necesariamente tiene que haber algo o alguien, un director, una línea, un interés perverso e inconfesable, un manejador de títeres. Algo prefabricado.

Esa manera de pensar, la formalidad que a veces se nota hasta en como se camina por el parque, está en desuso hace unas cuantas décadas. Pero no se han enterado quienes siguen pensando que nada cambia, que todo permanece, que es cuestión de fórmulas antiquísimas y que la población-masa no piensa, no siente, no tiene frío, no se le ocurre nada, es masa.

La juventud tiene dos niveles: la cronológica y la mental. El discurso de Elena Poniatowska el día que la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) la homenajeó por sus 80 años, mostró tal frescura en el discurso, en su mirada, en su forma de hablar, tan increíble que recordando a su generación y a sus amistades, parecía que hablaba de ayer en la mañana, cuando regaba sus plantas y hablaba con una amiga por teléfono y no es nada, sino esa juventud de todos los días, de todas las mañanas desde que se comienza, hasta que no hay remedio y se termina.

Como diría ya un clásico: «No se hagan bolas». Y no se achiquen, «haiga sido como haiga sido», las voces de las y los estudiantes han venido a recordar, para los que pierden la memoria, los costos de la estulticia, de la injusticia, de la pobreza, de la exclusión, de las violaciones a niñas y mujeres, del olvido de la dignidad y los principios, de la tranza, el abuso, la abulia, el robo, la falta de imaginación, lo fétido oficial, del homicidio, del fraude, de la prevaricación, de la corrupción, de todo un sistema que anuncia, por todas partes, que está en decadencia, que no se puede, que es imposible tapar el sol con un dedo, que sus días están contados —aunque en términos históricos se trate de una generación- y que siempre habrá aire fresco y pensamiento renovador. Que no las tienen todas con ellos y sus ambiciones. Que las cosas podrían una buena mañana de julio, cambiar.

Tanto que la sombra del dinosaurio podría no volver.

saralovera@yahoo.com.mx

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