Nací y crecí en la era de las usurpaciones presidenciales. Para mí, el presidente siempre fue el malo; mi opresor y de quienes son como yo. El enemigo de clase que siempre se asomaba sobre el balcón presidencial. El culpable del saqueo y la pobreza. Crecí entre los fraudes y las gotas, una a una cada gota, de sangre derramada por las armas del Estado. Siempre escuchaba la misma consigna en el día de la independencia: nada que festejar; tanto que un día crecí lo suficiente como para decirla con propia vehemencia. Forjé una animadversión absoluta ante el concepto político de Nación, y México era la concepción chovinista impuesta por la burguesía. Adopté un lienzo liso por bandera. Tras el fraude electoral del 2006, me convencí que no había salida democrática para el país. Pero el hombre que se empeñó en decir que sí la había, se re-hizo con las cenizas del despojo y emprendió una nueva campaña en el 2012 que, como ya sabemos, fue tasajeada con el dinero de las televisoras. Entonces llegaron las elecciones del 2018 y con estas arribó Andrés Manuel López Obrador para sellar su destino. Millones de personas lo encumbramos en ese balcón mancillado por los traidores. A pesar de tanta destrucción, el palacio nacional siguió de pie como esperando con ciega fe a quien hiciera olvidar tanto oprobio. Y llegó. Ahí lo llevamos los desarrapados, quienes desconsolados fuimos traídos con caricias a volver la cara hacia el lábaro mexicano. Confieso que por momentos me cuesta trabajo creerlo ¿Este es mi país? Sí, este es mi país y ese hombre es mí Presidente.