Cumple un año la dirigencia estatal del PRI encabezada por Erika Rodríguez Hernández como presidenta y Julio Valera Piedras, como secretario general. Y no se me ocurre otro periodo más álgido que éste para ser líder del priísmo. El tricolor ha debido reponerse de los malas gestiones previas y hacer frente al desplante de viejos cuadros que abandonaron ese partido en la coyuntura de las elecciones del 2018; y justo esa es la primera medalla que puede arrogarse: haberse quedado cuando otros abandonaron el barco. La segunda es que asumieron el reto sin el lujo de ser el «partido de Estado». Era fácil ser priísta cuando sobraba el dinero y el poder; en los tiempos del «carro completo», cuando casi todos querían hacer política dentro del PRI, pues implicaba el triunfo inmediato. Luego, quienes cometieron los errores, se fueron, y sólo unos cuantos se quedaron a alzar el tiradero y a reconstruir, entre ellos, Erika Rodríguez y Julio Valera. Por supuesto que, con esto, también ha tocado asumir los costos, pagar las facturas que dejaron sus predecesores. En tales circunstancias, un año no es suficiente para evaluar su trabajo. En política, los resultados los mide la herencia que sólo da el paso del tiempo. Más le ha valido al priísmo atravesar esta crisis para reagruparse. Erika Rodríguez y Julio Valera han hecho lo que se dejó de hacer, cosas simples pero vitales para un partido político como visitar a la militancia; capacitar, actualizar documentos y dar un manotazo en la mesa cuando es necesario. Ha pasado un año y se enfrentarán a su primera elección. Me parece que, en este punto, no es importante cuantos ganan, cuantos pierden, como antes se hacía. Esa arrogancia fue parte del colapso, que fue tal que, desde punto en adelante, todo será ganancia.