Hace unos meses, este Editorial concluyó que la presidenta estatal del PRI, Érika Rodríguez Hernández, le levantaría la mano a su partido en las elecciones municipales gracias a su intenso trabajo de base. La líder priísta, de la mano con el secretario general del PRI, Julio Valera Piedras, recorrieron cada comité municipal y estrecharon la mano de sus militantes, no en la calle y de corrido, sino dentro de sus casas, en la mesa donde se hace la política, donde la familia cuece la moral. De tal modo, reconstruyeron un partido que había quedado vilipendiado por los malos manejos y la derrota del 2018. Caminaron las sendas que sus antecesores olvidaron, sanaron las heridas abiertas, escucharon las quejas y las propuestas, resarcieron las arcas que habían vaciado las antiguas dirigencias y, con una planeación de cirujano, sacaron de la indigencia al partido; disciplinaron a quienes se creían dueños de las siglas, capitalizaron los logros del gobierno de Omar Fayad, resistieron los golpes bajos y, llegado el momento, eligieron con lupa, nombre por nombre, a quienes habrían de competir por las presidencias municipales. Los resultados están ahí. Superaron la cantidad de municipios gobernados y ganaron el eje capitalino: Pachuca, Mineral de la Reforma y Tulancingo. De paso, derrumbaron a un Morena indolente que ya se creía ganador antes de tiempo. Auguraron el sepulcro del PRI. Pero, a cambio, Rodríguez Hernández se dedicó a tejer en silencio el triunfo que hoy disfruta. A la luz del día, podemos ver que ha confeccionado un bordado tricolor del tamaño de todo el Estado de Hidalgo. Un trabajo de artesanía política; victoria hecha con las manos.