El poder es un duende. Aparece de vez en cuando para obsequiar sus bienes. Materializa sus exquisitos dones y, por eso, descarrila a los débiles. Creen que se quedará para siempre. De modo que hay personas que envilecen con tal de poseerlo. Quieren encerrarlo. Quieren perpetuarlo. Son incapaces de vivir lejos de sus placeres. No entienden que el poder es un duende furtivo. Así como llega, se va. Y hay que tener un espíritu presto para aceptar su condición efímera. Ya lo explicó Foucault: el poder no se posee, se ejerce; es decir, el poder es una herramienta, no un bien. ¿Y qué pasa con quienes tergiversan su ejercicio? La ambición colma sus propósitos y extravían toda noción de la ética. En los partidos políticos ocurre a menudo. Hay personajes para quienes la política no es un medio sino un fin, quizá, porque faltos de recursos para la producción creativa, imaginan el erario como una forma de vida. Hasta imponen herederos de la empresa que no poseen. Considerese al PRI nacional, donde la secretaria general de ese partido, Carolina Viggiano Austria, apartó para sí la primera candidatura plurinominal al Congreso federal, con lo cual se asegura convertirse en diputada por cuarta ocasión. Del mismo modo lo hizo en beneficio de su esposo, Rubén Moreira, quien encabeza la segunda circunscripción. Su papel como presidenta de la Comisión de Candidaturas del tricolor también le posibilitó colocar a su hijo, Juan Pablo Beltrán Viggiano, como diputado federal suplente de Marco Antonio Mendoza Bustamante, secretario adjunto del CEN priísta. En efecto, el poder es un duende caprichoso. No entiende de derechos políticos pues eso es materia formal. Su naturaleza es coloquial. Indescifrable, pero también ingobernable. Por eso los frutos que hoy da, mañana florecen entre las manos de alguien más.