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jueves, junio 26, 2025

¿Quién nos salvará de Trump?: Licuado de mango leyendo a Marcuse

Sobre las vías rápidas de Los Ángeles, California, un hombre, aparentemente mexico-estadounidense, aborda a ciertas personas que están a la vera del camino vendiendo sus productos, todas ellas, migrantes e indocumentadas. “¡Vámonos, vámonos, que esto está caliente! ¡Está muy peligroso aquí!”, les dice en un español pocho, al tiempo que estaciona en paralelo su Van, en cuyo costado se lee: Local Hearts Foundation, una organización dedicada a la asistencia social que, lo mismo ayuda con dinero para tratamientos con cáncer, que impulsa los pequeños negocios de las comunidades. Al escucharlo, ellas, ellos, quienes yacen ardiendo bajo el sol inclemente, con los ojos entreabiertos antes de desplomarse de cansancio, pero sostenidos por la esperanza de unos dólares, responden al llamado del activista. Él, les insiste: “¡Está muy peligroso andar vendiendo en la calle! Yo les voy a comprar todo. Vámonos. Súbanse al Van, mejor. Está muy caliente por aquí. ¡Yo les doy la feria!”. Le entregan sus cosas. Dulces, flores, fruta, lo que sea. Se suben a la vehículo. Necesitan sacar lo de su renta. Setecientos, ochocientos dólares. “Yo se los doy, pero no salgan”, les dice el hombre, entregándoles los billetes. Y les recalca: “Me hacen un favor, ¿eh? No salgan en un rato. Yo sé que necesitan trabajar, que necesitan para vivir. Pero trucha, ¡trucha!”. Y lo abrazan. “Dios te bendiga”, le responde con un hilo de voz uno de ellos, entre varios, todos, todas, quienes andan a salto de mata, pasando eso que aún pueden llamar vida, entre algún dólar, un trago de agua y no sabiendo si aquel de allá o éste de acá es un agente del ICE que brotará monstruoso desde las sombras para arrancarles de raíz, otra vez, goteando sangre.

Al caer la noche en la ciudad de Portland, Oregon, un puñado de jóvenes avanza con paso lento pero firme, hacia las puertas de la sede local de ICE. “¡Shame, shame!”, gritan, a una sola voz, dirigiéndose con la armonía de un canto religioso. Su marcha apenas recorría dos instantes del segundero cuando, a punto de atravesar el gran dintel principal, un batallón de agentes les intercepta golpeándoles con puños, patadas y toletes. Los oficiales portan chalecos antibalas cargados con pistolas, municiones, gas tóxico y radios. Su ventaja es de fuego, hierro y músculo. Pero los jóvenes les enfrentan y resisten. En el último segundo, estalla la represión. Los esbirros anti-migrantes muy pronto les ponen de cara al piso, con los brazos torcidos sobre la espalda y las rodillas desmoronándoles las costillas. Los azotan con movimientos de lucha, girándolos desde lo alto de la cadera y estrellándoles en el suelo a la velocidad de un golpe de mazo contra el cemento. No buscan contenerlos; los atacan. Cada golpe espuma venganza. En la escena, titilan cenitales unas lámparas LED sobre el montaje del fascismo; sin embargo, un poco más atrás, cuando todo es un incendio de huesos rotos y garrotes que salpican carne desgarrada, asomándose en las sombras que se trazan en la batalla entre la noche y las luces plásticas, un jovencísimo sobreviviente ondea una bandera con tres franjas: una verde, una blanca y otra roja, y, en medio de éstas, un águila devorando una serpiente levantándose incólume, invencible y orgullosa.

Todo esto ocurrió en cuestión de días; en esas jornadas álgidas cuando el régimen de Trump apretó de súbito las tuercas del imperio. Cuando casi toda la costa este de los Estados Unidos se sublevó contra el fascismo antimigrante impuesto desde Washington. En esas horas, cuando en las pantallas de nuestros teléfonos supimos que, si había esperanza, ésta no vendría desde la inútil Asamblea de la ONU, ni desde un gobierno extranjero por muy “progresista” o “antimperialista” que se presuma. No. La solución al horror trumpiano ha de venir desde el corazón del mismo pueblo que lo sufre: la clase trabajadora estadounidense; la que no dudó en tomar las calles mientras en las oficinas del Gobierno de México se redactaba la línea discursiva de día siguiente: “cabeza fría, no a las provocaciones”.

¿Otra guerra? Trump e «Israel» no dejan de tirar bombas

En su carta a Abraham Lincoln (1864), el teórico Karl Marx consideraba que Estados Unidos era epicentro de una fuerte tensión de clase que podría derivar en una revolución proletaria a causa de dos cosas: el desenfreno del desarrollo capitalista y la esclavitud. “La guerra estadounidense contra el esclavismo inaugurará la era de la dominación de la clase obrera”, escribió. Pero el presidente 16 sería asesinado un año después por sus enemigos del sur y la pelea contra este flagelo humano se alargaría un siglo cuando herederos de la Unión como Martin Luther King, Rosa Parks o Malcolm X, pagaron con su cuerpo el derecho de las poblaciones afrodescendientes de liberarse del racismo con el que se tejen las cadenas de la superestructura de Estados Unidos. Fue hasta el año 2013 (y no, no es una broma) cuando Misisipi, uno de los bastiones del bando confederado, se convirtió en el último de los estados en abolir la esclavitud de manera oficial. Que no habían ratificado la décimo tercera enmienda que prohibía la venta de seres humanos desde hacía más de 150 años por un “error administrativo”. Entonces, se podrían gastar miles de palabras en otros ejemplos documentados sobre la alargada guerra racial de los blancos contra sus enemigos negros y marrones, pero no se necesita ser Angela Davis para entender que los ríos de la segregación fluyen vivos y crecientes en las venas de este país. Y es por eso que son visibles los argumentos por los cuales, en pleno siglo XXI, quienes heredaron las cicatrices de las antiguas plantaciones, hoy convertidas en campos de pisca de jitomate, en manos de los mismos güeros que cambiaron el látigo por jornadas de siete dólares la hora, sigan reclamando libertad con la ley o con la piedra.

Y de pronto, Trump bombardea tres estaciones nucleares en Irán. Es la continuación de la guerra imperialista del eje Israel-Washington que busca apoderarse por completo del llamado “Oriente Medio”. Una operación que no comenzó ahora, sino en 1948 cuando las armas y los tanques del imperio inglés y estadounidense le hicieron el favor al judeosionismo para matar y desplazar al pueblo palestino de su propia tierra; y que luego se alargó a 1979 cuando la CIA entrenó y armó a los Talibanes para sabotear la Afganistán soviética. Y así, por décadas, ha continuado en Irak, Kuwait, Líbano, Yemen y Siria, derramando de pueblos cuyo único pecado fue dormir sobre ríos de petróleo.

Y mientras esto sucedía el 21 de junio, en la rural ciudad de Tulsa, Oklahoma, un nutrido grupo de estadounidenses comenzó a gritar: “¡Acabamos de invadir a Irán! ¡Acabamos de invadir a Irán!”. En el estrado, un animado Bernie Sanders no entendía mucho lo que su público reclamaba e intentó continuar su discurso “Combate a la oligarquía”; pero, enseguida, su equipo le acercó una tarjeta con el mensaje que Trump acababa de subir en sus redes sociales, confirmando el ataque. El rostro del senador por Vermont se desarmó, primero; luego, negando con la cabeza, clavó sus ojos enardecidos en un muro distante y etéreo, mientras sus fieles rompían la tensión: “¡No más guerra! ¡No más guerra!”. Luego, el demócrata vociferó: “Es tan groseramente inconstitucional (…) ¡El presidente no tiene el derecho!”. En tanto, las organizaciones socialistas democráticas del país se apuraron a convocar a una mega-marcha a lo largo de Estados Unidos demandando detener la nueva guerra a la cual, el ocupante de la Casa Blanca estaba arrastrando en esos momentos a toda su nación. Otra guerra, no habiendo superado el trauma de los casi siete mil soldados estadounidenses, todos ellos entre los 25 y 29 años, mandados a morir por George W. Bush y Barack Obama en las invasiones de Afganistán e Irak.

Detengo el tipeo. Noticia urgente: Trump anuncia un cese al fuego entre Irán y el ente sionista. Sorbo un poco de agua. ¿Qué tanto de esto es verdad? Hace un minuto, las redes sociales anunciaban la tercera guerra mundial. ¿Y ahora? ¿Quiénes son esos que piden le den a Trump el Nóbel de la Paz? No sería raro. Obama cometió un magnicidio en Libia y le colgaron la medalla. Nadie podría detener tal derroche de cinismo imperial y qué importa que las bombas judeosionistas, con factura estadounidense, sigan matando infantes en Palestina.

Mi vecina me obligó a releer a Marcuse

Me parece increíble que las bombas no detengan la rotación del mundo… aún. No lo entiendo, pero me alivia. Me alivia que el sol siga saliendo y que la panza sigue gruñendo por las mañanas. Estamos vivos. Con eso en mente, fui a comprar un sándwich para desayunar. La dueña del local, que es mi vecina, me cuenta que acaba de regresar de Orlando, Florida, luego de visitar a su hija, quien estudia allá gracias una beca y a la bondad de una familia que es segunda generación de migrantes. Y yo no puedo evitar preguntarle cómo le fue con eso de las redadas del ICE.

―Fíjese que ahora sí lo sentí diferente. O sea, ya no es como antes. Yo ya he ido varias veces por allá y pues podía salir tranquila. Pero no, ahora sí se siente pesado, como dijéramos, el ambiente.

―No me diga que la detuvieron…

―¡No! ¡No! Ni lo mande Dios, no… Pero, como le dijera, se siente con la gente. Por ejemplo, en la calle, a mí nunca nadie me dijo nada. Pero ahora sí.

―¿Le hicieron algo?

―Me gritaron. Iba yo por la banqueta y desde el coche me gritaban… sí. Me veían así con mi pelo negro o a lo mejor por lo morena, y desde el coche me gritaban de cosas. Por suerte no se bajaban, si no quién sabe qué hubiera pasado. Hasta me daba miedo pensarlo. Pero de que me gritaban cosas, me gritaban, pues, ya sabe, cosas… cosas que se dicen allá. Bien feo.

―Pero, ¿y su hija? ¿Ella cómo está?

―No, pues ella casi no sale. Va al trabajo y luego a su casa y así. Es que no se puede salir ya.

―¿Pero ella tiene papeles, o sea, tiene permiso y todo?

―¡Sí, sí! No, sino imagínese… Pero, de todos modos, ¿de qué sirve? Por ejemplo, ya no puede salir sola a la calle. O sea, sí; pero le da miedo. Yo le dijo ‘ya regrésate, no te arriesgues’; pero, bueno, así son los hijos. Ella me dice que es cosa de aguantar; que igual cuando se vaya el Trumpas las cosas se van a calmar. Pero… no sé. Yo me quedo pensando, no se crea.

―¿Y qué es lo que piensa?

―Que ya no es lo mismo. Este presidente los envalentonó y se nota. Como que a los güeros les gusta portarse así. No creo que quieran regresar a lo de antes, que igual todo esto igual lo pensaban, ¿no? Pero no se atrevían a sacarlo; como que no estaba bien visto. Pero ¿ahora? Hasta se los festejan. Por eso yo le dijo a mi hija que se regrese, pero ella no quiere o, no sé… no se anima. Si se animara… si, así, todos los que andan por allá se animan a regresarse. ¿Se imagina? ¿Qué van a hacer sin mexicanos?

Echándome un licuado de mango y pensando en lo que me contó mi vecina, recordé aquella una lectura de Herbert Marcuse. En el primer capítulo su libro El hombre unidimensional, el filósofo alemán se atreve a corregir a Marx y dice que nel; la revolución no vendrá del proletariado, sino de los seres humanos más marginados de todos: los “outsiders”. Explica: «Los portadores históricos de posibilidades nuevas no son ya los proletarios tradicionales, sino los outsiders en el interior del sistema: los oprimidos raciales y las minorías perseguidas, los desempleados y los no empleables, los intelectuales radicales y los jóvenes rebeldes. Ellos son los ‘extraños’ cuya conciencia y cuyas necesidades rompen con el continuum de la dominación”. Y en la boca del imperio, no son esas capas proletarias llamadas “clase media” con acceso a educación (y a sus deudas), que vacacionan en Cancún y toman veneno de Starbucks todas las mañanas, las que tumbarán a las oligarquías, no. Esas están muy acopladas al sistema ―para citar de nuevo a Marcuse― y su revolución se pintará en cartulinas. Pero, quienes realmente pararán la maquinaria, quienes sacarán las manos de la línea de producción y detendrán los engranajes del monstruo, serán quienes tienen las uñas mugrosas de aceite y tierra; quienes trabajan por menos del salario mínimo, sin documentos y durmiendo en un colchón de plástico sobre el piso, en un cuarto con quince forasteros más; quienes no saben si, al amanecer, un policía coludido con un agente de migración le pondrá a morder la banqueta, para luego mandarlo con una fractura a los campos de concentración de Nayib Bukele, en El Salvador, a quien Trump le paga 200 millones de dólares anuales por recibir personas deportadas. Esos, esas, quienes nada tienen que perder, excepto, sus cadenas.

Luis Alberto Rodriguez Angeles
Luis Alberto Rodriguez Angeleshttp://viejopunk.com/
Periodista y escritor. Premio Nacional de Periodismo en derechos humanos "Gilberto Rincón Gallardo" 2009. Doctor en Investigación y Creación Literaria por Casa Lamm.

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