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domingo, diciembre 8, 2024

Columna: Espiritualidad de la Cuarta República

ESPIRITUALIDAD DEL ANTIIMPERIALISMO (Parte 1)

. Asusta la maldad imperial y asusta su desvergüenza. Y entonces viene la pregunta: ¿Y nosotros, qué hacer? La respuesta la da Pedro Casaldáliga en la presentación de esta misma Agenda Latinoamericana’2005: «Contra la política opresora de cualquier imperio, la política liberadora del Reino».

Por diácono Alvaro Sierra Máyer / Desde Abajo

1. El imperio, ídolo omniabarcador

Imperio e imperialismo parecían palabras muertas, pero la realidad las ha resucitado. Hoy no basta hablar de opresión y de capitalismo para describir la postración de las grandes mayorías de este mundo. El Norte y las multinacionales lo someten, como no se había conocido antes. Y muy en especial Estados Unidos. Es el imperio actual.

Impone su voluntad sobre todo el planeta, con un poder inmenso, guiado por el pathos del triunfo, en todos los ámbitos de la realidad y a través de todo: economía que no piensa en el oikos, industria armamentista y su control, comercio inicuo e injusto, información manipulada o mentirosa, guerra cruel, terrorismo con apariencias legales y barbarie sin miramientos, irrespeto y desafío al derecho internacional, violación de los derechos humanos cuando es necesario, destrucción de la naturaleza… A la larga lo más grave es quizás la contaminación del aire que respira el espíritu humano que se impone en el planeta: la exaltación del individualismo y del éxito, como formas superiores de ser humano, y el irresponsable disfrute de la vida como algo que no admite discusión, sin reparar en recursos (de modo que un deportista, cantante o actor de cine puede ganar lo equivalente a un alto porcentaje del presupuesto nacional de una país subsahariano).

Todo esto asusta, y sin embargo el imperio proclama que es bueno que el mundo sea así. Es buena noticia, eu-aggelion; el advenimiento del fin de la historia, el eschaton; la aldea global, la basileia tou Theou. El ser humano de hoy es afortunado de vivir en este mundo, y el imperio tiene la misión divina de defenderlo y extenderlo.

No se habla de teocracia, pero el imperio es concebido desde categorías religiosas. Como la divinidad, goza de ultimidad y exclusividad. A la acumulación de poder no se le pueda tildar de peligro que tiende a destruir al débil, sino que es expresión de la realidad divina e instrumento que garantiza su presencia en el mundo. Como la divinidad, también el imperio ofrece salvación, cuya forma suprema es el buen vivir. No admite discusión, y nadie puede impedirlo. Exige una ortodoxia y un culto, y, sobre todo, como Moloch, exige víctimas para subsistir. ¿Y los pobres de este mundo? Sólo les quedan las migajas de Lázaro.

Asusta la maldad imperial y asusta su desvergüenza. Y entonces viene la pregunta: ¿Y nosotros, qué hacer? La respuesta la da Pedro Casaldáliga en la presentación de esta misma Agenda Latinoamericana’2005: «Contra la política opresora de cualquier imperio, la política liberadora del Reino».

Otros concretarán los contenidos, teorías y praxis de esa política liberadora. Nosotros nos concentrarnos, tal como nos ha pedido la Agenda Latinoamericana’2005, en la espiritualidad antiimperialista, es decir, el viento, el impulso, el espíritu, que mueve a los seres humanos a luchar contra el imperio y transformarlo en el reino de la fraternidad.

2. El momento teologal: honradez con lo real y sumisión a sólo Dios

El imperio es el instrumento que adopta el Maligno, la bestia a la que el dragón le concede su fuerza destructora según el Apocalipsis (cap. 12 y 13)… Como el Maligno, es «asesino», y de ahí que el primer acto del espíritu es la compasión y misericordia y hacia las víctimas, solidarizarse con ellas, defenderlas con creatividad y firmeza hasta el final. Ese espíritu liberador y aun martirial ha abundando en América Latina -y existe también en muchos solidarios que les toca vivir dentro de «la bestia»-. Esto es bien sabido, y baste con dejarlo señalado. Por ello analizaremos otras dimensiones del espíritu antiimperial. Empecemos.

El maligno es «mentiroso», y ante el embuste primordial del imperio, el primer acto del espíritu es desenmascararlo, ejercitar la honradez con lo real. Esa honradez no es fácil, pues el mal se encubre y hace lo posible por aparecer como lo contrario. El imperio se hace pasar por bienhechor, guardián del bien, fuente de esperanza y liberador incluso de los «menos favorecidos» del planeta. Hoy además tiene viento a favor tras la caída del socialismo y la globalización, y por ello queremos detenernos un poco en el análisis.

a) El entusiasmo precipitado que se produjo tras la caída del muro de Berlín generó un ambiente engañoso: el mal radical había desaparecido. No se vislumbraban grandes luchas bélicas, aunque el bloque triunfante no dejaba de prepararse para las guerras del petróleo, del agua, del coltán… La misión de la potencia superviviente era garantizar el bien en el resto de los países de abundancia, y prometer esos mismos bienes a los pobres. Y a Estados Unidos le tocó gestionar la paz, que se convirtió en la pax americana, sucesora de la pax romana, de la eirene de los helenos, no del shalom, la reconciliación y la fraternidad, que no llegó ni se pretendió. De todas maneras, muchos descargaron en Estados Unidos, sin discusión, la responsabilidad de gestionar esa pax. Si la gestionaba bien, podía convertirse en superpotencia benévola, y no tenía por qué convertirse en imperio opresor. No ocurrió lo primero sino lo segundo. Pero el imperio se movía con viento a favor.

b) Todo esto ha coincidido, además, con la globalización, que sus defensores rodearon de una aureola espléndida de buena noticia. El lenguaje ha dado por indiscutible y asentada su existencia: se hable de lo que se hable se añade siempre la coletilla: «en un mundo globalizado». Y los poderes la presentan, aunque reconozcan problemas, como algo bueno y salvífico.

Pues bien, la idea de «globalización» está emparentada con la de «imperio»: ambas connotan totalidad, una cierta armonía al interior de la humanidad, o al menos un cierto orden superador del caos, e incluso un centro generador de realidades positivas. Los defensores de la globalización le hacen un favor al imperio, pues trasladan a éste las bondades, reales o supuestas, de aquélla.

No todos lo ven así, ciertamente. ¿Mundialización o conquista?, era el título de un libro de Cristianisme i Justícia sobre globalización, Barcelona, 1999. Y más acremente, nos avisa J. Moltmann, repasando -sapiencialmente- siglos del progreso de Occidente: «Los campos de cadáveres de la historia, que hemos visto, nos prohíben… toda ideología del progreso y todo gusto por la globalización… Si los logros de la ciencia y de la técnica pueden emplearse para el aniquilamiento de la humanidad (y si pueden, lo serán algún día), resulta difícil entusiasmarse con el Internet o la tecnología genética» (Progreso y precipicio. Recuerdos del futuro del mundo moderno», RLT 54, 245) Gestionar la globalización no es ninguna justificación para el imperio.

Conclusión para la espiritualidad: contra el imperio hay que generar un espíritu de lucha por amor a los víctimas. Y, como se encubre, el primer paso efectivo de una espiritualidad anti-imperialista es desenmascararlo. Es la honradez con lo real, que es todo menos evidente, incluso en el pensamiento progresista. Más en concreto, se trata de readmitir en nuestro pensar lo que antes se quería decir -a veces de muy malas formas- con la expresión «pecado original»: los seres humanos no superamos nuestras tendencias pecaminosas, aunque ocurran cosas buenas. Ni la caída del muro de Berlín, ni los avances de Internet o de la biogenética garantizan en modo alguno la supresión del sometimiento y la opresión imperialista.

Pero además como lo que se encubre es un ídolo -y no cualquier otra cosa-, al imperio hay que oponer el verdadero Dios. Para el cristiano, el Dios de Jesús. Y a veces hay que explicitarlo. Hoy no se estila hablar así, ni siquiera en algunos contextos cristianos. Pero si al enfrentarnos con el imperio no podemos eludir la divinidad, entonces es necesario hacer presente al verdadero Dios. Así lo decía Monseñor Romero:

Ninguna persona se conoce mientras no se haya encontrado con Dios. Por eso tenemos tantos ególatras, tantos orgullosos, tantos seres humanos pagados de sí mismos, adoradores de los falsos dioses. No se han encontrado con el verdadero Dios y por eso no han encontrado su verdadera grandeza (10 de febrero, 1980).

«Sólo Dios es Dios». No lo es ni el césar ni el imperio. Equivocarse en eso, en forma creyente o secularizada, tiene gravísimas consecuencias. Recalcar esta espiritualidad teologal podrá parecer risible a pragmáticos de todo tipo, pero una espiritualidad anti-imperial no puede evitar el momento teologal. Y tampoco puede contentarse con ser anti-idolátrica, sino que en algún momento debe volverse positivamente a lo teologal.

3. El momento jesuánico: una cultura evangélica contracultural

El imperialismo nos llega con la geopolítica, el servilismo -más o menos inevitable- de los dirigentes y con el interés egoísta del capital, y también con excesos de sumisión en los pueblos. De esa forma se configura el destino vida y muerte, humanización o deshumanización de países enteros. Contra este imperialismo global hay que luchar, evidentemente. Y una de las expresiones actuales de esa lucha es el movimiento de «otro mundo es posible».

Pero en el día a día el imperialismo penetra en los seres humanos de otras formas: con la seducción -para unos pocos- y el engaño -para las mayorías- de la llamada «cultura estadounidense», the american way of life. Ésta impone dos visiones de la vida muy poderosas: el individualismo, como forma suprema de ser, y el éxito como verificación última del sentido de la vida. Nos lo ofrecen -y nos lo imponen- como lo mejor que ha producido la historia. Y a la inversa, fraternidad, compasión y servicio son productos culturales secundarios, tolerados, pero no promovidos. Insistir en ellos más que en los otros no es «políticamente correcto». La igualdad de la revolución francesa, y nada digamos de la fraternidad del evangelio, se han quedado obsoletas. De Afganistán e Irak no cuentan los afganos y los iraquíes, y de ÿfrica no cuenta nada. Y por encima de todo, nos seducen con la cultura del «buen vivir», a lo que hay que sacrificar todo, aunque sea lo de los demás, y se relativiza el inmenso sufrimiento del planeta. El imperio genera también polución espiritual. El aire que respira el espíritu sofoca, asfixia, envenena.

Este sometimiento al modo de ser y de comportarse es radicalmente antievangélico, y por ello el cristiano debe combatirlo desde «el modo de ser de Jesús». El imperio pretende que nuestra ilusión sea comer, beber, cantar, ver deporte y divertirse como allí se hace. Por eso, a ello hay que oponer una comida y bebida como mesa compartida, una música que genera comunión y gozo, no simple entertainment, un deporte con austeridad y sin dispendios insultantes, con disciplina y rivalidad dentro de una misma familia. Eso es espiritualidad anti-imperial en el día a día. Y también lo es, tal como están las cosas, defender un «nacionalismo», bien entendido como el derecho a la diferencia: la defensa de la bondad de la creación de Dios, en diferentes pueblos, tradiciones, culturas y religiones.

Mirando a la imposición cultural la espiritualidad tiene que estar basada en los rasgos -contraculturales- que provienen de Jesús. Así lo escribimos hace unos años: «De Jesús impactaba la misericordia y la primariedad que le otorgaba: nada hay más acá ni más allá de ella, y desde ella define la verdad de Dios y del ser humano. De Jesús impactaba su honradez con lo real y su voluntad de verdad, su juicio sobre la situación de las mayorías oprimidas y de las minorías opresoras, ser voz de los sin voz y voz contra los que tienen demasiada voz, e impactaba su reacción hacia esa realidad: ser defensor de los débiles y denuncia y desenmascaramiento de los opresores. De Jesús impactaba su fidelidad para mantener honradez y justicia hasta el final en contra de crisis internas y de persecuciones externas. De Jesús impactaba su libertad para bendecir y maldecir, acudir a la sinagoga en sábado y violarlo, libertad, en definitiva, para que nada fuese obstáculo para hacer el bien. De Jesús impactaba que quería el fin de las desventuras de los pobres y la felicidad de sus seguidores, y de ahí sus bienaventuranzas. De Jesús impactaba que acogía a pecadores y marginados, que se sentaba a la mesa y celebraba con ellos, y que se alegraba de que Dios se revelaba a ellos. De Jesús impactaban sus signos -sólo modestos signos del reino- y su horizonte utópico que abarcaba a toda la sociedad, al mundo y a la historia. Finalmente, de Jesús impactaba que confiaba en un Dios bueno y cercano, a quien llamaba Padre, y que, a la vez, estaba disponible ante un Padre que sigue siendo Dios, misterio inmanipulable» (La fe en Jesucristo).

Estos bien pueden ser rasgos de una espiritualidad antiimperial. Apuntan a lo que nos hace ser humanos -ecce homo-, aunque la ocasión aquí sea trágica, y genera familia humana. Destruye la prepotencia imperialista del «civis romanus sum», que conlleva el desprecio de los demás.

Jon Sobrino (Teólogo), 19 de Junio de 2007

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