. “Sólo tendría que pagar mil quinientos pesos al mes, que sería lo de gastos de uniformes, colegiaturas y otras cosas”, soltó el visor americanista la sentencia, menospreciando la dureza de la realidad. En un instante, la mamá de José despertó de sus cavilaciones. “¡¿Mil quinientos?!”
Por L. Alberto Rodríguez / Desde Abajo
No hubo para más y tuvo que sacar a su hijo del kínder. Ya era imposible pagar su colegiatura. Era la escuela que más le convenía. No sólo por quedarle cerca de su casa o por el horario, sino porque, en verdad, la educación ahí impartida, aunque pobre en infraestructura, era tan buena, que lograba animar a José. El pequeño no paraba en gritar cuánto le gustaba estudiar. Dice que su lección favorita es matemáticas, aunque también le encantan las clases de “pinturitas”. Este año le tocó ser el Rey de la Primavera por sus altas calificaciones y tarde tras tarde, antes de salir corriendo emocionado a jugar fútbol, hacía la tarea con una cara encendida por el amor a lo maravilloso de su vida. Lo tenía todo: números y balones. Pero la caída de ventas en el negocio de jarcería de la madre, no dejó alternativa. No más sumas y restas por lo pronto. Nada de eso, hasta encontrar un lugar en una institución pública, lejos de casa y sin saber hasta dónde.
Eran 350 pesos al mes de colegiatura y paulatinamente ya no pudo solventarlos. Había llegado a un acuerdo con la directora para pagarle como si fuera en abonos. El mes se lo dividía en quincenas o en semanas de 50, 100 o 150 pesos cada ocasión. Pero no más. Como madre soltera y sin familia cerca, tuvo que tomar una decisión determinante, de aquí a que se componía las cosas de la economía familiar.
El problema no era aislado, sino por el contrario, todo un pesar para la escuela. Al mismo tiempo que José dejó de asistir, cinco niños más dieron por terminados sus estudios ahí. ¿La razón? La misma: No hubo dinero para seguir pagando la colegiatura y todos juntos irán a engrosar las filas de los calpullis neoliberales. En tanto, los kínderes particulares están cerrando por falta de demanda. De un curso a otro, su matrícula bajó hasta la mitad. De tal manera, la crisis económica ya causa estragos en los niños menores de cinco años. Su futuro aún no empieza, pero ya se encuentra amenazado.
José es un niño promedio. Tanto como las matemáticas, le apasiona el futbol y sólo hay una cosa que ama más que a ellas y su mamá: Las Chivas. De hecho, juega bien. Hace unos meses que forma parte del equipo del barrio que formó uno de sus tíos para él y la mayoría de sus amigos. Juegan en la división “Pony” de la escuela de futbol municipal del Club América; situación que le molesta de sobremanera, pues no soporta vestir los colores del equipo archirrival. Más, como centro delantero, se ha ganado el respeto y admiración de sus colegas. La temporada pasada fue campeón goleador con 20 tantos y esta sesión va que vuela para repetir la dosis.
Un día de marzo, un visor del Club se acercó a su mamá para comentarle que José tendría futuro en el fútbol si formaba parte inscrita de las filiales del América. A ella le entusiasmó la idea, aunque su superyó maternal le indicara que lo mejor era que José no se distrajera de sus estudios. Pero la insistencia tambaleó su inconsciente. El representante le expuso el guión de la película: El niño tendrá que entrenar de martes a viernes de 5 a 7 de la tarde y jugar todos los domingos. Su constancia y talento le harían crecer dentro del equipo, hasta un día no lejano, llegar a ser profesional. Esto sucedería en diez años, mínimo. “Y los futbolistas profesionales ganan mucho”, pensó ella.
No podía ocultar que la idea le entusiasmaba. Más por el orgullo de ver su hijo triunfar, que por la terrible necesidad de asegurarle un futuro lejos de la pobreza. Pero acceder implicaba alejarse de él y dejarlo en manos de su tía política, en el Distrito Federal; una ama de casa famosa por las tardes de gritos y golpes entre ella, su marido y sus hijos ¿José debería arriesgarse con tal de ir? Su mamá dudaba. En verdad dudaba. Y es que la falta de dinero haría que él no pudiera nunca estudiar en una escuela de calidad, lejos de la peligrosidad de las primarias públicas que en su comunidad existen, rodeadas de profesores violentos e incapaces, y al acecho de tanta gente que, a la menor oportunidad, pudiera hacerle daño. Razones más que avaladas por el esencial motivo de ser su único hijo, quien, al mismo tiempo, es toda su familia.
“Sólo tendría que pagar mil quinientos pesos al mes, que sería lo de gastos de uniformes, colegiaturas y otras cosas”, soltó el visor americanista la sentencia, menospreciando la dureza de la realidad. En un instante, la mamá de José despertó de sus cavilaciones. “¡¿Mil quinientos?!”, exclamó, para después reírse de tal manera que el aturdido representante sólo reparaba en voltear hacia el campo de juego, sonriendo con nerviosismo.
Ella le dio la despedida amable. “Pierde su tiempo. Si no tengo para su escuela, menos para que sea jugador profesional”, le dijo al visor, prometiéndose, al mismo tiempo que, de tal charla, José nunca se enteraría. Suficiente tendrá con sacrificar su pasión por las matemáticas, como para llorar la pérdida de su segundo amor.
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