“¡Sé lo que quisiste decir! ¿Qué crees, que nunca use esa palabra cuando tenía tu edad? Ya sabes, algún chico era golpeado en práctica y le decíamos que no fuera puto, que lo olvidara. Queríamos decir exactamente lo que tú quisiste decir. Que ser gay está mal, que es como una ofensa que debe ser castigada”.
Burt Hummel (Glee).
Aprendí la palabra ‘puto’ a los nueve años. (No, no es una desgraciada historia de cómo la conocí porque me la dijeron a mí). Terminaba el recreo en mi primaria de monjas, y en el patio de los niños (sí, la homosocialidad típica del catolicismo al máximo separándonos en penes y vaginas para desayunar, jugar o platicar) todos cuchicheaban nerviosos, se acercaban disimuladamente a la pared del fondo y se alejaban rápido. Alguien había escrito PUTO en el centro. (Sí, así, con letras mayúsculas y remarcadas, aunque pequeñas). Nadie dudaba del culpable. (¡Jesús Joaquín!, fue el grito unísono cuando la maestra Juanita preguntó). No sólo que sus antecedentes lo volvían el más –quizá el único- capaz de semejante barbaridad, sino que había sido visto recargado sospechosamente en esa pared unos minutos antes y con una pluma en la mano.
En lo que a mí respecta, además del morbo por la identificación y el castigo al vándalo, me extrañaba el motivo de tanta alarma. Sí, rayar una pared escolar con tinta en cuarto de primaria ciertamente no era tan simple como pasar un papelito al otro lado del salón a media clase, pero había una preocupación en el ambiente que sabía que iba más allá del mero acto. —¿Qué es puto? —le pregunté a Omar. —¡Shhhh! —me volteó a ver con los ojos de fuera. —¿Qué es? —insistí. —Es algo muy fuerte. Cállate —contestó muy rápido, caminando, ahora casi sin verme. —Ajá, ¿pero qué quiere decir? —Es lo peor que le puedes decir a alguien. —¿Por qué? —empecé a exasperarme. —Que te calles. Nos van a escuchar y van a decir que fuimos nosotros ¬—terminó con la conversación.
No supe ese día el significado de tan aparentemente popular y escandaloso (y para mí completamente desconocido) término (y estoy seguro que Omar tampoco y tal vez ni siquiera Jesús Joaquín). Sólo me enteré que “es lo peor que le puedes decir a alguien”. Imaginé una especie de palabra un tanto hueca, con la única intención de ofender sólo porque sí, sin hacer referencia a alguna condición particular, pero algo así no existe. El lenguaje está cargado siempre, no sólo de una intencionalidad, sino de un sentido convenido socialmente. ¿Cuál es el de la palabra puto? ¿Qué es lo más grave que una persona puede ser como para que la simple acusación de serlo (cierta o no, incluso abierta a cualquiera que tenga la desgracia de leerlo o escucharlo) provoque tal conmoción?
Puto se refiere, llanamente, a un hombre al que le gustan otros hombres, un sinónimo de gay o de homosexual, pero –y aquí radica la importancia de su sentido- un sinónimo despectivo. Ése es su significado, y ésa es su intención: agredir, humillar, avergonzar, intimidar; no simplemente describir. ¿Entonces, puto es lo peor que se le puede decir a alguien porque se le está ‘rebajando’ a la condición de un homosexual o porque se está utilizando una orientación sexual como pretexto para insultar? Es decir, ¿para quién debería entenderse la ofensa realmente: para el directamente aludido o para la población gay? Ojalá fuera lo segundo, pero la situación de la homofobia en el país hasta la fecha sigue siendo un problema grave: tan sólo como ejemplo, de acuerdo con el Conapred, los hombres homosexuales son los segundos –después de las mujeres lesbianas- de una lista de personas vulneradas con las que un mexicano o mexicana no viviría. Mucho menos querrían ser tildados de ser uno de ellos. Si son pocos los que aceptarían sin protestar el mote, aún son muchos los que lo usan y hasta se defienden por ello, incluidos integrantes y activistas LGBTI.
¿Y qué tienen contra nosotros los homófobos?
Cuando la SCJN acertadamente -y sobre todo apegada a derecho- confirmó en 2013 que las expresiones homofóbicas no están protegidas por la libertad de expresión, hasta la mismísima Academia Mexicana de la Lengua (AML) vociferó su odio hacia la diversidad sexual y arremetió contra el propio tribunal por considerar que la determinación es un absurdo ya que el uso correcto o incorrecto de la lengua es un asunto que no le compete. Soberbia e ingenuamente, la Academia (cual vieneviene con ínfulas de agente de tránsito) ha de creer que es ella la encargada de dicha tarea, sin tener ni idea de que su utilidad no pasa de ser una simple recolectora –ni creadora ni controladora- de palabras, definiciones y reglas en diccionarios y enciclopedias, muchas veces desactualizada (baste decir que a treinta años de creado, el término feminicidio apenas será incluido en su siguiente edición) y sin ninguna autoridad real sobre lo que la gente puede decir o no, mucho menos sobre lo que debe entender o no.
En cambio, la Suprema Corte, aunque no tiene directamente este poder, sí que tiene la injerencia y –más importante- el deber de defender el orden establecido por la Constitución, que en su artículo primero promueve el respeto a los derechos humanos y prohíbe cualquier forma de discriminación. Para comprender lo mucho que esto tiene que ver con el lenguaje debemos acudir a la teoría de los actos del habla, del filósofo inglés John L. Austin, que sostiene que decir algo es hacer algo, algo que tendrá efectos en las acciones, pensamientos y sentimientos de las personas; o sea, que la violencia verbal no es de ninguna manera menor a la física, pues sus consecuencias son tan –o más- concretas, visibles y duraderas, y demandan la misma atención. Que la Academia desestime la consideración del tribunal porque, según ella, no pertenece a su ámbito de acción sería tan ilógico como que los Zetas se ofendieran porque el secuestro es ilegal, alegando que esa actividad corresponde al terreno de los negocios y no de la justicia.
No soy homófobo, nada más me dan asco los gays
Ese mismo año, unos meses después, la Alianza Gay y Lésbica Contra la Difamación (GLAAD, por sus siglas en inglés) exigió a la banda de rock Molotov que retirara la canción ‘Puto’ del repertorio de sus conciertos en su gira por Estados Unidos patrocinada por la bebida Jägermeister. Como era de esperarse, estos ‘revolucionarios músicos’ no estuvieron dispuestos a perder el éxito que deja la homofobia e hicieron caso omiso de la demanda arguyendo que el tema está dirigido a la gente cobarde, no a la homosexual. Es cierto que, en el Diccionario del español de México (DEM), la palabra ‘puto’ tiene dos acepciones (groseras, se aclara): “Hombre homosexual” y “Que es cobarde o miedoso”. ¿Pero realmente podemos pensar en estos dos sentidos del término de forma totalmente independiente? Las palabras tienen una parte semántica: la definición del diccionario (para explicarlo sencillamente), y otra pragmática: cómo las usa y entiende la gente en la cotidianidad que, como vimos arriba, puede o no coincidir con su definición ‘formal’. Los significados se producen en la sociedad, no en los diccionarios, y son compartidos por una comunidad, no manipulados individualmente a conveniencia.
Los dos significados de ‘puto’, gay y cobarde, no se excluyen mutuamente, entonces, sino que se refuerzan. Por eso, las ‘buenas intenciones no homofóbicas’ de Molotov no sirven de nada, pues la palabra tiene una historia que los excede a ellos y a sus seguidores, ya sea que estén conscientes de ello o no. Veamos un fragmento de las ‘magistrales’ letras de la canción que confirman lo dicho: “¿Qué? Muy machín, ¿no? Ah, muy machín, ¿no? Marica, nena, más bien putín, ¿no? (…) Matarile al maricón (…) Le faltan tanates al puto, le faltan trompiates al puto”. Desde la antigüedad, se ha impuesto una imagen estereotípica de los hombres homosexuales como femeninos (sin llegar a ser una mujer), con todo lo estereotípico que a su vez esto conlleva: pasividad, debilidad, delicadeza. Si el ‘machín’ es, no cualquier hombre, sino el hombre: dominante, fuerte, viril (enlista el DEM), y a él Molotov contrapone el ‘putín’, tenemos a un hombre que no merece serlo, que no merece ese baluarte simbólico de la hombría que son los testículos, que por lo tanto es femenino, pasivo, débil, delicado… homosexual, pues. ¿Alguna duda? Ahí ponen ese otro epíteto contrario al macho: marica, derivación del nombre María para aludir de forma burlesca al comportamiento femenino en un hombre, a decir de la socióloga francesa Annick Prieur. ¿Más claro? Hay uno más: nena. Lo más grave es la clara incitación que se hace al asesinato de odio.
Si de verdad la única intención de la banda fuera quejarse de los cobardes (y ultimadamente, cada quien es todo lo cobarde que se atreve) sin ninguna connotación homofóbica, ¿por qué no llamarlos simplemente así? Cobardes, miedosos, tímidos, pusilánimes. Fácil: si no quieren dejar de cantar la canción, al menos que cambien las expresiones. Ah, porque no se oyen igual de impactantes que puto, ¿verdad?, ¿y eso por qué será? O quizá es que los de Molotov creen que se verán cobardes si acatan la petición de respeto a la diversidad sexual. Pero cobardes ya son, escudándose en la ideología homofóbica para llamar la atención y, claro, demostrar que ellos son muy machos. ¿Será que les da miedo que sus fans les vayan a decir putos?
Sí, soy puto, ¿y qué?
Así las cosas, uno pensaría que no habría gay que use la palabra puto, ya no digamos contra otro, pero sí al menos para referirse a sí mismo. Sin embargo, a últimas fechas, algunos grupos homosexuales, sobre todo si simpatizan con lo queer (una corriente de la diversidad sexual a medio camino entre el activismo y la academia sin llegar a ninguno de los dos), han impulsado la apropiación de ése y otros insultos como supuesta forma de resistencia. Un ejemplo son los Putos Peronistas, asociación política argentina que de esta manera pretende distinguirse de la representación dominante del gay de clase alta.
Puede ser que, efectivamente, este tipo de actos ayuden a disminuir el sentido negativo de ciertas palabras y, con ello, quizá, del discurso homofóbico en general. ¿Se acuerdan cuando Homero Simpson se vuelve loco porque escucha a un hombre homosexual llamarse ‘loca’? “Ustedes no tienen por qué usar esa palabra. Esa palabra es nuestra para burlarnos de ustedes. La necesitamos”, estalló. El triángulo rosa con el que se marcaba a los prisioneros homosexuales del nazismo, los propios conceptos queer (que quiere decir algo así como ‘rarito’) y homosexual (que en los siglos XIX y XX designaba una enfermedad) son símbolos de origen negativo que se han vuelto más o menos positivos, pero esto no asegura que lo mismo deba ocurrir con otros. La resignificación de un término peyorativo es un fenómeno incontrolable que depende de muchos factores particulares y puede desembocar en una normalización de su uso sin que su sentido dañino haya cambiado.
No tengo nada contra los gays, si hasta tengo amigos así
Esta discusión, que no debería ser tal (los derechos humanos no están sujetos a debate) pero que por desgracia parece estar lejos de terminar, vuelve a tomar relevancia porque el mes pasado, por fin, el Conapred exigió a la Federación Mexicana de Futbol (Femexfut) tomar medidas contra la homofobia en los estadios. La institución no ha dado ninguna respuesta (si hasta quejas por homofobia tiene), mientras que en otros países ya hay campañas para acabar con el desagradable fenómeno. El hecho lo desencadenó una práctica ya vuelta costumbre en todos los partidos: durante algo que llaman despeje, mientras un portero se prepara para lanzar el balón, los aficionados del equipo contrario agitan sus manos con los brazos levantados al frente (burdamente pero, eso sí, muy parejitos) mientras gritan ¡¡eeeehhhh!!; cuando el futbolista da la patada, terminan la coreografía aventando las manos hacia adelante y emitiendo un sonoro y bien articulado ¡¡¡puto!!!
La situación, aunque cómica por el angustioso intento masivo de reafirmación de la heterosexualidad, es inaceptable. Por supuesto, futbolistas, directores, comentaristas e integrantes de barras no tardaron en salir con la cantaleta de siempre: que no es homofobia, que es parte del juego. Claro que es parte del juego, pero eso no le quita lo homofóbico, sólo lo disfraza y, así, lo vuelve más peligroso, precisamente porque vuelve indetectable la agresión, tanto para el agresor como para la víctima. Es un juego tramposo, injusto, ventajoso, en el que mientras uno de los participantes se divierte, el otro –que ni siquiera sabía que estaba jugando- se suicida. Porque el lenguaje, además de ser un acto con consecuencias, es un constructor de la realidad: le da forma a nuestra percepción del mundo, y el mundo de las personas LGBTI es uno de hostilidad desde la infancia, cuando se aprende que ser homosexual está mal antes de uno mismo asumirse como tal.
Los futboleros, igual que los de Molotov, terminan acusados por sus propias declaraciones. Para el portero Armando Navarrete –en entrevista con CNN-, aceptar insultos debe verse como una obligación clara para cualquier futbolista que salga del clóset. Y un miembro de la barra Sangre Azul (que apoya al Cruz Azul) asegura que “nos lo acabaríamos, haríamos mucho, mucho folclor de eso”. También les hubieran preguntado si para ellos esto tampoco es homofobia. La propuesta es la misma que para Molotov: si no ‘quieren’ ser homofóbicos, entonces no lo sean; que sean claros en lo que realmente quieren gritar y se eviten insinuaciones e interpretaciones, según ellos, equivocadas, o que se asuman como los delincuentes que son sin ponerse disfraces baratos de tolerancia. Lamentablemente, parece que no tiene caso tratar de dialogar con sujetos incapaces de darse cuenta de que su mundo puede ser diferente a como se lo enseñaron, pero eso no implica que permitamos que sus odios, temores y ascos sigan amenazando la integridad de la diversidad sexual del país.
No son inverosímiles las exigencias. Ya se ha hecho. Desde principios de este año en México se han implementado acciones contra el racismo en este deporte-espectáculo, inclusive ya se han aplicado sanciones (que contemplan hasta la cancelación del evento) y ninguna de sus figuras públicas duda en apoyarlas abiertamente, aunque sólo sea por corrección política. Si ya se han expulsado gente de los estadios por actos racistas, ¿serán congruentes con su postura antiviolencia y se atreverán a sacar a la mitad de la afición por homofobia? Esto es otra prueba de la hipótesis del historiador estadunidense Byrne Fone sobre la percepción social de la homofobia como un prejuicio todavía aceptado, el último de ellos. Ya es hora de que se haga algo al respecto, y estamos en un momento ideal en lo legal para ello por dos razones: las reformas a la Ley federal para prevenir y eliminar la discriminación (ya publicadas) y a la Ley de cultura física y de deporte (pendientes de aprobación en el Senado). La última prevé multas y cárcel por el delito de violencia en el deporte, incluida la incitación, y se perseguiría de oficio. La primera permite al Conapred imponer sanciones
a sus infractores (antes sus facultades eran meramente conciliatorias). Lo anterior, independientemente de que desde junio de 2012 la discriminación es un delito tipificado por el Código Penal Federal, algo a lo que se le ha dado nula difusión.
No soy puto, soy homosexual, que es muy distinto
Con estos recursos a la mano, ahora sólo resta que las autoridades involucradas comprendan la homofobia como un ejercicio violento y decidan comprometerse con los derechos humanos de un grupo vulnerado y discriminado históricamente. Si la AML, Molotov, Jägermeister, la Femexfut, no lo entienden, que ellas sí entiendan que modificar el lenguaje puede transformar también la vida de futuras generaciones de personas LGBTI. Que el día en que México deje de ser un país homofóbico (el segundo de América, por ahora), tal vez entonces ‘puto’ sea una injuria menor, casi sin importancia, tal vez entonces ya ni siquiera tenga chiste (literalmente) que se diga porque los homófobos se habrán vuelto una minoría desacreditada, pero hoy todavía no. Que no se atrevan a afirmar que cada vez que alguien escribe “puto el que lo lea” en un baño, una banca, un teléfono público, simplemente quiere decir cobarde. Que estén dispuestas a prohibir conciertos con contenido homofóbico, a ordenar encuentros deportivos a puertas cerradas y a infraccionar y detener culpables si fuera necesario.
No es justificación decir “yo no creo, no siento, no pienso, no opino, no me parece, no quiero, no sé que eso sea homofobia” porque la homofobia no es creencia, sentimiento, pensamiento, opinión, percepción, intención ni conocimiento; es un acto ilegal y criminal. Puede tomar la forma de broma, gracia, travesura, entretenimiento, tradición y sigue siendo un acto ilegal y criminal. ¿Cuándo se ha sabido de alguien que haya secuestrado a alguien por error, sin querer, de mentiritas, porque no sabía que estaba mal, y que por eso haya sido absuelto? Pues es lo mismo.