Confieso que me he estoy convirtiendo en un viejo rancio, vetusco y yayo. Al menos eso dicen mis hijos, las canas que se asoman por mis patillas y mi cada vez más visible panza de chelero.
Ni modo. Es la ley de la vida. Llegas a los cuarentas y el reloj te avisa segundo a segundo que la vida se consume y que más te vale empezar a resolver tus pendientes y a pagar una que otra deuda.
Atrás van quedando viejas rutinas que solías tener cuando tus piernas eran fuertes y las obligaciones domésticas menores. Pedalear la bicla y jugar con tu equipo de fut todos los domingos lo era todo. O casi todo.
Creo que empecé a envejecer con Harry Potter. Yo era un aficionado neto del cine. Disfrutaba de las películas de casi todos los géneros. Veía cine gabacho, mexicano, europeo y hasta ruso. Me cae. Y lo disfrutaba. Pero cuando tuve que cumplir con la obligación paterna de asistir al cine para ver las aventuras del Potter, empezaba a bostezar cada que una enorme serpiente se lo quería tragar o algo parecido. Pinche maguito. Pinche vejez.
Lo peor es que hoy ya no voy al cine ni por accidente. Y pateo una pelota de vez en cuando y con señores que se hacen llamar “veteranos”.
Y ni hablar de la música. Del rock. Ahí sí soy un abuelo. Coldplay, Artic Monkeys y Arcade Fire ni cosquillas me hacen.
Me quedé suspendido en otro tiempo donde las guitarras y los tambores se mezclaban con la furia, la rebeldía y la pasión. Había carnita en cada nota musical. Hoy veo muchos pantalones rotos de boutique. Sí, ya sé que soy un viejo rancio.
Pero como me rehúso a envejecer así como así, como una vil caricatura del Tata, confieso que le declararé la guerra al destino. No, no voy a comprar la saga de Harry ni ponerme a dieta. Tampoco me voy a comprar un Ma Evans para teñirme las canas.
En lugar de ello, sacaré mis viejos discos del Pink Floyd para echar a volar mis cerdos y después me beberé una cerveza para que, sentado en mi sillón de centro, cuente los segundos y los minutos, impacientemente, en espera del súper domingo.