La pereza de levantarme de la cama es más grande que otros días. Son las 7:00 am y el timbre de la casa suena, había concluido una semana muy pesada e iniciaba una similar, las desveladas comenzaban a hacer mella en mi cuerpo… y mente, no quería saber de nada ni de nadie. Suena el timbre de la casa, con la flojera de un adolescente que no quiere sacar un pie de la cama arrastro mi cuerpo. Tocan la puerta con insistencia y por fin atiendo.
Regreso a mi recámara con unas enormes ganas de envolverme en la calidez de las sábanas, pero la rutina había iniciado. Se hace tarde. Las notificaciones no dejan de sonar en mi celular, con dificultad y como si trajera ladrillos sobre las manos tomo mi móvil y comienzo a leer los mensajes, me doy cuenta que es martes 19 de septiembre. Hace 32 años la Ciudad de México se estaba cimbrando. ¿Casualidad? No lo sé. Eran las 7:15, cuatro minutos antes de que el sismo de 8.1 grados richter devastara a la capital de México en 1985, pero a pesar de tener conocimiento del hecho no le doy importancia, es una conmemoración más, jamás he vivido en carne propia un suceso natural tan trágico y pienso que nunca lo viviré.
Me alisto a pesar del cansancio, debo trabajar. Llego a la oficina, un edificio churrigueresco de color gris. El sol pica, la gente camina de prisa, cada quien en lo suyo, la monotonía del día a día nos invade, el individualismo que nos ocasionan los celulares está presente, el saludo de los buenos días es automático, mecánico. Inicio mis labores frente a una mesa color café, que más que un escritorio, parece el comedor de alguna casa, la luz entra tenue por la gran ventana que se encuentra en la oficina. Desde mi lugar observo el subir y bajar presuroso de la gente, ensimismados, preocupados por sus propios problemas.
El vaivén de los periódicos frente a mí me marean, el sueño me invade, el olor del café que emana de mi termo me motiva a no caer rendida en los brazos de Morfeo. Son las 10 horas, en punto, escucho risas, parece que algo sucede, las y los trabajadores comienzan a descender del tercer piso, como si algo o alguien les correteara. Ríen, alguien al fondo dice: “¡Ah, es el simulacro del sismo!”. Nadie le da importancia, pues al final no sucede nada…
De forma parsimoniosa la gente obedece las instrucciones del personal de Protección Civil, que parecen ser los únicos que dimensionan la importancia de saber qué hacer en caso de un desastre natural. Realmente pocos toman en serio las acciones previsoras en caso de que la Tierra se enoje y nos sacuda como hormigas.
Termina el simulacro.
La gente regresa a sus lugares de trabajo y se sumergen en la comodidad de lo conocido, de la monotonía, el día a día vuelve a invadir nuestros cuerpos.
Es martes, es día de dar cátedra en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades (ICSHu) de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo (UAEH), veo el reloj y me doy cuenta que me debo alistar para viajar 36 kilómetros a la capital hidalguense, Pachuca. La vida, transcurre igual que cualquier martes.
Entro al aula, me esperan diez alumnas y alumnos, cinco me piden permiso para continuar con la organización de un evento denominado “1 kilómetro de ayuda”, pues enviarán víveres a Oaxaca y Chiapas, estados que sufrieron un sismo de 8.2 registrado hace apenas un par de semanas. Les permito la salida, con la advertencia de que estoy en revisión de exámenes, ellas y ellos deciden si aceptan su calificación.
Inició mi clase, el cansancio y las desveladas se notan en mi cara, pero mi responsabilidad y ese delicioso refresco envasado en una lata roja que suda y moja mi escritorio me mantienen despierta.
Son las 13 horas con 12 minutos y mientras me siento como robot platico con uno de mis alumnos de forma muy automática, los ojos quieren cerrarse, parpadeo, bostezo, explico, me tallo los ojos para humedecerlos, los abro. La pantalla de la computadora en mi escritorio se mece más de lo normal, escucho el crujir de las paredes, reacciono por instinto, realmente no sé qué hacer, mantengo la calma, les pido tranquilamente a los pocos estudiantes que están en mi aula que desalojen, algunos se resisten, “¡No pasa nada!”, argumentan, les repito que salgan, muy a su pesar obedecen, y entre risas y nerviosismo se escucha el andar de todo el cuerpo estudiantil dirigirse a la explanada del Instituto.
Hasta ese momento nadie dimensiona las cosas, las bromas comienzan: “¿Dónde te agarró el temblor?”, “¿Un bolillo pal susto?”, “¡No corro, no empujo, quítenseeee!”. Las caras de los estudiantes y maestros son de tranquilidad. Me cubro del horrible sol que carcome la piel, levanto la vista, el cielo azul está cubierto de nubes aborregadas, pero el sol no perdona, calienta, quema, tuesta la piel.
A mi whats app comienzan a llegar mensajes sobre al sismo, se inunda las capturas de pantalla del Sistema Sismológico Nacional aseguran que fue de gran magnitud, ¡6.8 grados!, pero, momento, ¡No fue uno, son dos temblores!, leo un ¡7.1!, no entiendo muy bien, ¡La información es confusa!, levanto la vista, observo caras de angustia y en algunos casos de terror. Ya nada es monótono.
Una estudiante de Trabajo Social que se encontraba a mi lado se lleva la mano a la boca y cara de sorpresa y angustia, aún no logro definirlo bien y de su celular escuchó una voz que dice: “¡Se están cayendo los edificios!”; mi vista se clava en su móvil, sólo alcanzo a ver una imagen panorámica de una ciudad que entre edificios deja ver columnas de polvo que inequívocamente fueron causadas por derrumbes.
Mi corazón da un vuelco, comienzo a revisar Twitter y me doy cuenta del terror que se está viviendo en Puebla, Morelos y la Ciudad de México.
Hace 32 años, horas más, horas menos, sucedía lo mismo, la historia se repite, la naturaleza nos da una enorme cachetada, México se sacude. Mi corazón casi se detiene, ¡mi hermana! (Janeth, la menor de mis hermanas) vive y trabaja en la Ciudad de México, ella trabaja en un quinto piso, comienzo a marcarle por celular, la llamada ni siquiera se enlaza, mensajes de whats que no le llegan, sms, inbox que tampoco contesta, video llamadas por redes sociales, ¡nada!
Trato de comunicarme con mi madre, el teléfono de la casa no sirve, mi otra hermana menor (Ivonne) me manda mensaje de whats, me pregunta si ya logré enlazarme con Janeth, le digo que no, en el grupo de hermanos tratamos de comunicarnos con ella, no le llegan los mensajes.
Buscamos a sus compañeros de casa, Aída no responde, Mauricio tampoco, por fin logro comunicarme con Aída, con voz entrecortada y llorosa dice que se encuentra bien, que va para su casa, desconoce el paradero de mi hermana y de Mau, me dice que ya trató de llamarles y ¡nada!, le pido que se cuide y que si sabe algo me avise enseguida, le agradezco su apoyo, cuelgo.
Escucho risas y me enoja pensar a quién puede generarle gracia esta situación, busco quien es el autor de tan sonora carcajada no lo encuentro, algunos estudiantes se empiezan a desesperar, quieren regresar a las aulas para tomar sus cosas e irse; algunos comienzan a organizarse para la fiesta; me enojo todavía más, ¡Quien ¡#${9e1ff1bee482479b0e6a5b7d2dbfa2de64375fcf440968ef30dd3faadb220ffd}&/=? piensa en fiesta en estos momentos!
El sol que no deja de calentar el pavimento, quema los cuerpos, hace correr a la gente para aquellas pequeñas sombras que ofrecen los árboles de ICSHu, pero no son suficientes; yo, parada bajo el rayo del sol, ya me doy cuenta de ello, miro atenta los mensajes de whats, twitter, face… alguien me saca de mi ensimismamiento, reaccionó con mi mejor cara, como si no pasará nada, con sonrisa amigable otra catedrática me invita a quitarme del sol, acepto, sigo como robot, el cansancio y la desvelada desaparecieron, sobre mi ahora pesan la desesperación, ansiedad y terror.
Intento nuevamente comunicarme con alguien, no sólo está mi hermana, también tengo muchas amigas y amigos en México, insisto a sus compañeros de mi hermana, marco el número telefónico de mi ex jefa, ¡LE MARCO A MI HERMANA!, ¡NADA!, el sistema colapsado, las imágenes me dejan fría.
Suena mi teléfono, es mi padre, trato de responder rápido, el celular se traba; me enojo, mi móvil reacciona, contesto, era la voz de mi madre que aunque trataba de mantener la calma se le escuchaba nerviosa, me pregunta por Janeth y ¡NADA! Nadie podía comunicarse, no sabíamos qué hacer, la desesperación se acumulaba, ella me pregunta si yo estoy bien, la respuesta fue automática, ¡aquí no pasa nada!, hago la retroalimentación, ¿y ustedes?, ella también responde como robot, “¡todo bien!, busquemos a Janeth”.
Las llamadas y los mensajes continúan, toda la familia, trata de localizarla.
A mi celular llegan imágenes donde piden no colapsar la red y no hacer llamadas, ni enviar imágenes, ¡el servicio de telefonía celular, completamente caído! Y de mi hermana ¡NADA! Me pregunto cómo me piden que no llame, que no le envíen mensajes, si esta angustia es horrible.
Las risas y el alboroto universitario incrementan, tienen entre 18 y 23 años, para ellos no pasó nada, su familia está bien, la vida sigue, no caen en cuenta de la situación, a pesar de todo no conocen la historia, las imágenes de tragedia son comunes en sus redes sociales, se han vuelto inmunes, no los culpo, no sienten la preocupación que pocos estamos sintiendo, ellos ni siquiera habían nacido cuando sucedió el temblor del 85, los entiendo y pienso que tal vez a su edad, yo hubiera hecho lo mismo.
Regreso a mi teléfono, los mensajes y las llamadas siguen sin parar, escucho un sollozo, una de mis compañeras catedráticas comienza a llorar, tampoco logra comunicarse con su familia en la Ciudad de México. Siento su angustia, su terror, lo comparto. Sigo mirando fijamente el celular como si él me fuera a decir “ya la localicé, está bien”.
Vuelvo a levantar la vista, otra compañera catedrática se encuentra sentada en la banqueta tratando de llamar, su cara es dura y fría, como si nada pasara; alguien alaba su temple, dicen que sus hijos están en México; creo que estoy entre su frialdad y la histeria de mi otra compañera. Me pregunto qué se necesita para tener esa sangre fría, porque yo simplemente no puedo.
Pasan los minutos que se sienten horas, el reloj marca las 3 de la tarde, ya revisaron las instalaciones, al parecer todo bien, informan que se suspenden actividades hasta nuevo aviso, que estén atentos a los medios de comunicación de la Universidad y sus redes sociales, entro al aula con mis alumnos para que puedan sacar sus cosas.
La señal continua intermitente, la comunicación es nula, entre la familia nos seguimos comunicando y preguntando por Janeth y ¡NADA! Camino por los alrededores del Instituto, me doy cuenta que justo debajo de un pino hay excelente señal, me planto junto a él y continuo comunicándome, ¡NADA!, ¡NADA! Sucede. El color del cielo empieza a bajar de intensidad, las nubes siguen su curso y mi angustia igual.
Las horas pasan y de ella no se sabe ¡NADA!
Mi sentir era amalgama, no sabía distinguir entre tristeza, coraje, angustia, frustración, miedo, porque claro, se siente miedo, miedo de no saber qué pasa, miedo de que ella no estuviera bien, miedo porque el mundo se está sacudiendo y nosotros no reaccionamos. Dicen que no existen las coincidencias, hace 32 años México se sacudió de forma horrible, miles de muertos; conocemos la historia y estamos conscientes de que se puede repetir y eso da miedo, es ese miedo a lo desconocido y lo conocido, a lo que no podemos controlar.
Después de varias horas por fin una de nuestras llamadas logra localizar a Janeth, está bien, no le pasó ¡NADA!, sólo el susto y el miedo que ocasiona un terremoto, pero está bien. Mi corazón regresa a su lugar.
Mi parte emocional cambia, me calmo, me da hambre; ahora mi parte racional comienza a trabajar. Qué aprendí de esto, que no tenemos una cultura de Protección Civil, pocos son quienes saben dar primeros auxilios, al menos en Hidalgo la gente piensa que no pasa ¡NADA!, y no es hasta que vemos imágenes desgarradoras a través de la pantalla cuando empezamos a darnos cuenta de la verdadera crisis que se está sufriendo, los traumas regresan, el miedo se apodera de tu cuerpo, la población en general no sabe cómo reaccionar ante estas situaciones.
Pocos son los que saben reaccionar de forma adecuada, las instalaciones de oficinas, casas y universidad no están construidas para soportar un desastre de esta magnitud, porque creemos que no va a pasar ¡NADA!
Como seres vivientes, pensantes y racionales nos creemos todopoderosos, creemos que podemos controlarlo todo, pero a unos días de una buena sacudida nos damos cuenta que los seres humanos no somos ¡NADA!, pues con tan sólo unos segundos la naturaleza demuestra su fuerza y con tan sólo un empujón destruye nuestra vanidad.
Pero a pesar de ello, México es un pueblo solidario, me emociona ver la ayuda de la gente, el apoyo de todas y todos, el gobierno se está viendo rebasado por la cantidad de personas que quieren ayudar; me conmueve ver a niños y niñas pidiendo víveres, de solidarizarse; sin embargo, ¿estamos realmente preparados y conscientes de la situación que se podría venir en caso de que se cumpla la profecía de un megaterremoto? Pocos son los capacitados, pregúntate, si sabes que hacer en caso del ahogamiento de una o un pequeño, de una persona adulta, o de un adulto mayor o hasta de un perro, son diferentes situaciones y son pocos los realmente capacitados.
Agradezco a la vida, y a ese ser que sí creo que nos vigila y cuida desde algún punto de este gran universo, que toda mi familia, amigos y seres queridos estén bien. Lamento las vidas que se perdieron, la situación que muchas y muchos están padeciendo en estos momentos, mientras yo escribo y tú lees. Mi corazón sigue apachurrado y por momentos vuelvo a sentir miedo, no me achico, busco cómo ayudar, ahora nos estamos organizando para ver cómo apoyamos, donde podemos meter las manos y levantar a Oaxaca, Chiapas, Morelos, Puebla y la Ciudad de México.
Veo con alegría y envío mis felicitaciones para mis amigas y amigos que están ayudando, para aquellas y aquellos héroes anónimos que incansablemente están metiendo las manos, para salvar vidas, para reconstruir vidas, para mejorar vidas, ante esta tragedia.
Creo que estas horas de terror, sufrimiento y angustia nos deben dejar como experiencia la necesidad de capacitarnos, conocer las acciones para antes, durante y después de una situación de emergencia, pues no somos ¡NADA! y si no nos capacitamos terminaremos siendo ¡NADA!