El presidente López Obrador dijo este jueves desde Chiapas que no cerrará las puertas del país a los migrantes. Lo dijo mientras firmaba un convenio de colaboración con el nuevo mandatario de El Salvador, Nayib Bukele, que consta de más de treinta millones de dólares de inversión del Estado mexicano en aquella nación fronteriza. Enseguida florecieron –otra vez–, las expresiones de racismo y xenofobia de un montón de gente que cree que a las y los centroamericanos se les debe dar portazo en la cara, al tiempo que creen que no se debe dirigir ni un peso para paliar las carencias que, precisamente, hacen que esas personas migren de sus países y pasen por aquí. El odio y el racismo hacia los migrantes no es una cuestión de odio a la migración, en sí; de tal manera, no odian a los noruegos o canadienses que migran a esta nación. De hecho, mientras se ex patrian a un promedio de medio millón de migrantes centroamericanos al año de México, aquí habitan más de un millón de estadounidenses y nadie tiene un pero. Porque los racistas no odian a los migrantes, odian a los pobres. La xenofobia está basada en ideas, no en hechos. Ideas del daño que, esa gente cree, esos indeseablespodrían hacer en el patio de mi casa. Porque, claro está, nada les da más miedo que perder la ilusión de pertenecer a una especie de élite que, de hecho, los desprecia a ellos también.