Muchas personas a quienes quiero entrañablemente han perdido a su madre o padre en la actual pandemia, lejos de ser ajena a su dolor les dedico estas líneas y les pido que guarden en sus corazones lo más preciado que les hayan dejado en sus vidas. Tenía 31 años de edad cuando falleció mi padre. Cualquiera diría que quedé huérfana muy grande, ya no me haría tanta falta, que tal vez si hubiera tenido tres, cuatro o cinco años sí habría sido una tragedia. No creo eso. Mi papá me ha hecho falta toda la vida. Y cuando digo toda la vida es toda la vida, sobre todo porque después de pasada mi adolescencia nos hicimos buenos amigos, camaradas y confidentes. Tuve un padre sui géneris. Muy diferente a otros padres que he conocido. Fue una figura fuerte y poderosa, demasiado presente. A veces me urgía que saliera a trabajar o a sus acostumbradas reuniones con sus compañeros de ideales y, entonces, poder explayarme en mis juegos. Esto quería decir: tomar posesión de todo el patio y jardín de la casa sin que nos dijera: –¡No anden cortando las flores! ¡No pisen las guías de las calabazas! ¡Los higos aún están verdes, no los vayan a cortar! ¡No se acerquen a mis cosas! ¡Ni se les ocurra jugar con mis herramientas! Él tenía un hobby, y voy a llamarle así porque no creo que haya llegado a ser un oficio. Hobby para el cual tenía el equipo más completo con todas sus herramientas las cuales me llamaban mucho la atención. Me gustaba tomarlas y jugar con ellas. Mi madre siempre sabía la hora en la cual él regresaría a casa y nos advertía: –Levanten todo, lleven las cosas de su padre a su lugar porque va a llegar, las va a regañar y no estoy de humor para escuchar gritos. Mis compañeras de juego y yo levantábamos todo. Tratábamos de devolverlo a donde lo habíamos tomado pero no siempre acertábamos a colocarlo en el lugar correcto. Llegaba mi padre y si por casualidad ocuparía algo con lo que habíamos jugado y no lo encontraba donde lo dejó, empezaba la regañiza. Nos ponía –me imaginaba– en una especie de confesionario o, de plano, nos enjuiciaba. –¿Quién lo movió de su lugar? ¿Por qué lo agarró? ¿Qué hizo con él? ¿Dónde lo puso? Nos paralizábamos de terror, luego tratábamos de negar que habíamos jugado con algo que seguramente era muy importante para él. En esas estábamos cuando aparecía nuestra salvadora madre con toda su autoridad. –¿No encuentras tus herramientas?, la culpa es tuya por andar dejando tus cosas mal puestas al alcance de las niñas. No las estés molestando. ¡Déjalas en paz! Aprovechábamos la discusión para salir corriendo del cuarto de trebejos. Estaba diciendo que mi padre era un ser sui géneris como papá. Era el terror para nuestros juegos y travesuras, pero era el papá fuerte que siempre tenía la razón hacia afuera. Al papá que podías presumir entre tus amigas y amigos, el que acaparaba saludos y pláticas donde quiera que se paraba. Regreso al pasatiempos de Fernando, mi papá, el cual era tener un hermoso y gran banco de carpintería con muchas herramientas de mano: serrucho, garlopa, martillo, sierra, alicates, llaves, destornilladores, transportador, berbiquí, lijas de diferentes grosores, escuadra, regla, nivel y lápices bicolores. Lo que más nos llamaba la atención era un martillo con una abertura en medio, con ese podías hacer palanca para separar cualquier cosa y, hasta retirar clavos oxidados y chuecos incrustados en tablas viejas. Lo único que en mi vida le vi terminar fue un librero que cuando ya que estaba dentro de la casa tuvo que ser sacado para hacerle adecuaciones pues quedó muy descuadrado, A pesar de que en su confección había colaborado mi hermano y se usaron reglas, escuadras, transportador y nivel, amén de invertirle varios fines de semana. De él aprendí que debo tener todos los instrumentos para realizar mis labores, aunque las más de las veces no las haga. De ahí que me empeñe en tener siempre todo lo necesario en mi escritorio: lápices; hojas blancas y de colores; cartuchos para mi pluma fuente (la cual uso muy poco); correctores líquidos (que casi siempre se secan); muchos lápices de colores para iluminar mandalas (que nunca ilumino); plumas de todos los colores; lapiceros de puntillas; bolígrafos de gel; post it de todos los tamaños y colores (que siempre acabo regalando); engrapadoras y grapas; carpetas de diferentes tamaños; perforadoras; folders y portahojas; tijeras y cutter; dos computadoras (la nueva y la viejita); dos impresoras por si falla una, todo por si en algún momento lo llego a necesitar.