Papá prende el cuarto o quinto cigarrillo, no sé, ya perdí la cuenta. Nos abraza la niebla en el bosque. Quiero contarle que sí tengo pareja, que no me siga ridiculizando frente a sus amistades o en las bodas. Dice que espera nietos antes que lo mate el enfisema. Me paro con la intención de decírselo pero él no parece darse cuenta, o si se da cuenta no le importa. Sigue caminando, en una mano lleva el cigarro y en la otra una vara que levantó en el sendero. Lo alcanzo, pero ahora él es quien se para de tajo y me encara. —Ya agarra una mujer, aunque sea de segunda mano, pues, con hijos, quiero decir. La sangre caliente está a punto de reventarme las mejillas, quiero aventar la bufanda, pero voy decidido. Las palabras de Efrén suenan recio en mi cabeza “ya dile, ya dile”. Agarro fuerza y aclaro la garganta. —No me vayas a salir como el hijo de los Benítez, que disque andaba en África aplicando vacunas y resultó que vivía en Minneapolis con otro puto. Me desarma otra vez. De forma inconsciente tomo la postura que siempre intentó corregirme, siento hincharse mi corazón empujando el tórax con fuerza. —¡Si yo fuera su padre ya le habría descargado el revólver en el culo! Discúlpame, hijo —se dirige a mí apuntándome con la vara—, ¿ibas a decirme algo? Camino varios pasos adelante, no quiero que me vea llorar.