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domingo, diciembre 22, 2024

Aquella quirúrgica sonrisa vertical de la imposible Gata de Cheshire

Dicen que las mujeres estamos asfixiadas, controladas, violadas y atravesadas por tantos mandatos patriarcales.

Mientras salgo de la farmacia de medicamentos equivalentes con mi inyección de cada 28 días, maldigo cada flecha de morbo y de poder machista que lanzan hacia nosotras; desde el infame violentador que camina a mis espaldas con piropos que suenan con la voz del misógino payaso Brozo, amor político-mediático de la feminista terf Patricia Olamendi, hasta sus hordas transfóbicas en redes sociales, financiadas como un asqueroso ejército mercenario moviendo la patita derecha al compás de un repugnante ballet de odio, en el que destaca en Twitter una especie de caricatura de carne del ridículo diputado del PAN, Gabriel Quadri, sin su patético bigote.

Aunque, en ocasiones, es difícil maldecir a los “terfemeninos” cuando la boca atrás del labial indeleble se cuartea de risas por las estupideces que publican en Twitter.

Una mujer hecha, no nacida

El estrógeno debió estar dentro de mi desde hace días, pero con mi tristeza y burn-out, olvidé apuntar la fecha, por lo que debo contar los próximos 28 días para la siguiente inyección.

Veo en mi mano izquierda los restos de la ampolleta de vidrio. Se ve tan rota, tan indefensa, y al mismo tiempo desafiante mostrando sus pequeños trozos de cristal cortante.

¡¡¡Vaya metáfora de mi vida!!!

Pienso al acariciar el frasquito hecho pedazos y colocarlo con suavidad en una cama de papel higiénico para envolverlo y tirarlo a la basura.

¿Qué diría de mí la gran Simone?

Una mujer hecha, no nacida. ¿Una mujer rota como un frasquito de estrógeno inyectable?

En el celular suena la canción de desamor más dolorosa que una mujer puede cantar: «Manantiales de Plata» de Fleetwood Mac; y la voz de Stevie Nicks me arrastra con los pedazos de cristal y la aguja plateada.

En algún momento de esta noche, en un bar del centro, una muestra de mezcal y cerveza me espera.

Sobrevida

A medida que avanza la procesión de años sobre el camino de ladrillos amarillos que es mi vida, entre las fauces de mi historia en las que la infancia y la madurez tienen dientes, pienso en la no binariedad que me definió desde que anhelaba tan solo ser.

Entre rugidos graves del bajo eléctrico, aullidos de huracán en el aliento de Janis Joplin desde el radio con baterías eveready de mi madre y sus insultos al PRI y a Echeverría.

La masculinidad, que se extendía frente mi deber ser como profecía, fue la raíz más desafiante del No Binarismo. El Glam británico tan parecido al radicalismo de la contracultura feminista de los 60’s y 70’s en el desprecio critico a los tótems del gringo supermán doméstico de la guerra fría, con su pelito bien cortado, su empleo discreto y su heterosexualidad pública.

Veo más congruencia en David Bowie, Mick Jagger, Marc Bolan y The Sweet en la deconstrucción del género, que en el desfile de «drags» mainstream explotando su misoginia y codificación de su versión de mujer para explotación del capital con tal de reforzar masculinidades de mazapán azul con bigotes.

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Veo más congruencia en Grace Jones, en Tracy Chapman y en LP para desmontar el patriarcado en el género, que en procesiones terfs bailando transfobias y misoginias al compás fascista de Trump con su flautita de Hamelín, camino al país de los conservadores y ultraderechistas.

Y no puedo ver congruencia en concursos de belleza o ejércitos que convocan personas TTTrans, con la promesa de lo normativo como aspiración de vida, como si no nos hubieran arrancado sangre viva de hermanas y hermanos desde los desprecios heteronormados y homonormados.

Vivo una sobrevida de 16 años a los 40 que son mi promedio de sobrevivencia como Mujer Transexual en América.

Y la veo entre la repulsión de esas alianzas con hombres homosexuales gays que nos siguen dictando ordenes, vendiendo el dolor de las madres TTTrans de Stonewall, Sylvia Rivera y Marsha Johnson, a cambio de arcoíris comprados en Walmart para celebrar un orgullo de plástico.

Cómo siento el mismo asco por aquella exfuncionaria terf que veía el tema de Diversidad Sexual de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, que intentó borrar nuestras poblaciones TTTRANS del acrónimo con firmas electrónicas con un corifeo clasista a ritmo de la clasista y transfóbica ILGA.

Esta vez soy yo

«Para brillar debes arder», escribió Kevin Ayers en un papel la noche antes de morir.

Y nosotras nos contentamos con ser vidrios rotos donde gays, lesbianas y heterosexuales reflejan el brillo artificial de los reflectores en pasarelas políticas y de espectáculos.

No operare mi nariz, no cortaré ni domesticare mi cabello, ni pondré en mi rostro el dolor de hermanas y hermanos de otras especies que vivieron tortura por la industria del cosmético.

Me niego a arrastrarme en los callejones virtuales del Tinder, esos que apestan a testosterona mediocre y prometen amor cortado a la medida de orgasmos de homúnculos heterosexuales, con menos personalidad que un dildo sin baterías.

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Y así como decidí que nunca más amaré a quien se ofende por compartir una foto con mi transexualidad. También regalaré un desierto a aquellas camas en las que solo son válidos los orgasmos que no incluyen los míos.

Quizás, son 53 años vividos como un campo de batalla. Las Mujeres Celtas y Pieles Rojas que fueron mis ancestras se reflejan en mi capacidad de indignación feminista.

No seré la cómplice de una feminidad de catálogo, de una masculinidad misógina de un Zapata travestido con tacones o del aliado progre vestido de «drag» (más no el draguismo contracultural que nace del teatro y la resistencia no binaria, sino de los aparadores puestos por la gran industria del magnate RuPaul), no seré complemento de heterosexuales temerosos de mi rebeldía pública y política.

Si alguien me necesita, esta vez soy yo.

Corazona con las alas arrancadas

«Toqué su muslo… y la muerte sonrió…”. —James Douglas Morrison, Una Oración Americana.

¿Quién sonreirá si la muerte toca mis muslos?

¿Y si ella elije mi muslo izquierdo, de donde los cirujanos tomaron el injerto para el interior de mi vagina?

¿Sonreirás como Gato de Cheshire de ultratumba, Jim Morrison, cuando las yemas de los dedos de la muerte recorran las cicatrices de ese muslo izquierdo, que se encuentran en el límite de la minifalda?

Casi tengo dos veces la edad en la que Jim grabó su poemario «Una oración americana», para después irse a París a morir a los 27 años.

Y la muerte tocó sus muslos en 1971 y en 2019 yo sonreí.

La asimetría de la vida desde la anormalidad, desde todo lo que se llevó con nuestro tributo a la rebeldía que pudo ser, y que no fue por qué no lo quisimos entender.

La oportunidad se fue entre las cenizas del Marlboro que debió ser de clavo, después de dos clamatos con vodka y una cerveza oscura.

Y la sobriedad como ironía.

Para ir a recoger las plumas de las alas que arrancamos a mordidas para no volar y pagar nuestra membresía a la normalidad anónima, con la sangre de nuestras corazonas.

Sí, Jim.

Arrancamos a mordidas las alas de nuestras corazonas, para que los otros no las confundieran con estrellas volando juntas en pleno día…

A la hora en la normalidad no da permiso a las estrellas para brillar….

«Para brillar tienes que arder», escribió Kevin Ayers en un papel junto a la mesita de noche, y murió mientras dormía.

No he sonreído, aun cuando mi sonrisa es asimétrica y portátil, como la de la Gata de Cheshire.

No sonreí, aun cuando esa sangre de mi corazona con las alas arrancadas, es el mejor lipstick para teñir mis casi invisibles labios que apenas comenzaban a sonreír después de 53 años de insultar al universo normal.

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«I touch her thigh and the death smiled».

Ni la muerte, ni James Douglas tocaron mis muslos.

Ni siquiera la piel de mi muslo dentro de mi vagina.

Nadie más que yo.

Mientras tocó mi muslo, la muerte no sonríe.

Me ve con la misma tristeza que veo yo, entre el humo del cigarro.

Frente al espejo sin labios.

Mientras tocó mi muslo, la muerte no sonríe.

Instructivos de cómo no llorar

«The moment you let her under your skin. Then you’ll begin to make it better». —«Hey Jude», John Lennon, Paul McCartney.

Cielos grises desde las ventanas del metro, que actúan como cajas de resonancia a la melancolía líquida, contenida en la ampolleta de estrógeno que debe entrar bajo mi piel cada 28 días.

Tienes Síndrome Premenstrual Autoinducido, dijo la ginecóloga en mi última revisión hace ya tantos meses, dejando en mi memoria su sonrisa de comprensión y de tierna complicidad.

El Gato Gigante al que considero mi hijo lo supo esta mañana, cuando le asegure sus cápsulas de diálisis que ya duermen seguras en el frío del congelador.

Frío, en las ventanas del metro.

Y tanto apetito por calor.

El estrógeno se vuelve cada mes menos cálido; ahora jalonea mi corazona y ha cambiado aquellos bochornos acompañados de fantasías sexuales, por ensoñaciones de abrazos e instructivos de cómo llorar en el transporte público sin que nadie lo note.

No es el efecto de cambio de metabolismo por la edad.

Es el efecto del cambio de tu universo por las historias en tu edad.

Y ese frío que te hace sentir mujer de cristal ante la más leve brisa emocional, provocada por la melancolía que yace invisible en los rincones de lo cotidiano.

Eres fuerte, eres guerrera, eres irrompible, dicen tantas personas.

Solo mi Gato Gigante, su diálisis y yo conocemos la anatomía del pacto de felicidad que es la celebración de su vida.

Solo la tarde gris, como la aguja metálica que entró bajo mi piel y las oleadas de emociones en explosión, saben conmigo del otro pacto; ese que la niña de los 60’s firmó consigo misma, décadas más tarde, un 9 de enero de 2009 a las 9 am, en pleno cumpleaños de Simona de Beauvoir, mientras ambas sonreímos con los labios de la Gata de Cheshire.

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