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viernes, marzo 29, 2024

Las bodas del príncipe

Sobrado en el poder, a aquel nobel político le concedieron la gracia de nombrar yates y aeropuertos con los apellidos de la familia real municipal de la que provenía. Los colores de su corona enmarcaban con el verde, blanco y rojo cada una de las estampas pagadas en los diarios y en las calles metropolitanas que hicieron limpiar para el paso del cortejo matrimonial.

por Luis Alberto Rodríguez / DESDE ABAJO

Era una vez el tiempo de los rubíes. Un aspirante a generalísimo hizo cerrar la Catedral, para el día de su boda con la hija predilecta del Estado, a quien por motivos populares hicieron llamar Gaviota, la princesa. Las cortes elegidas hicieron invitar para la ocasión al pueblo hambriento a tirar vivas y corear los nombres de los que ahí se casaban. No faltó la televisión, las portadas de revistas, y la codicia del periodismo rosa que relataban lo que, según decían, era el acontecimiento del año.

Sobrado en el poder, a aquel nobel político le concedieron la gracia de nombrar yates y aeropuertos con los apellidos de la familia real municipal de la que provenía. Los colores de su corona enmarcaban con el verde, blanco y rojo cada una de las estampas pagadas en los diarios y en las calles metropolitanas que hicieron limpiar para el paso del cortejo matrimonial. La escena y el negocio perfecto. El indulto para una vida de excesos que había propinado desde su acaudalada adolescencia aquel que habría de ser proclamado rey. Era orden del más alto.

“Todo está listo”, le indicó uno de los 130 escoltas que vigilaban desde dos días antes las inmediaciones del recinto franciscano. El príncipe lució de etiqueta y diseñador. Un frac color gris oxford con negro y el pelo bien arriba con la gracia de la gomina, hecha de por sí con las manos de los subordinados que atrás le seguían y limpiaban sus fauces con la trémula esperanza de, algún día, ocupar el trono antesala que dejaba vacío. “¡Oh, príncipe! ¡Oh, delirio! ¡Oh, belleza!”, gritaban en un suspiro profundo las cortesanas mandadas por la herencia real. “¡Su majestad, por favor aquí!”, le rogaban los fotógrafos oficialmente convidados.

A Gaviota, la princesa, en cambio, se le prohibió sonreír en los momentos contraindicados. Tuvo suerte de dar la espalda al pueblo y la feligresía al momento del enlace, pero turbaba más su corazón saberse añicos bajo el juicio dorado de los ojos de Dios en el altar. Sabía que aceptaba su condena. Que una nube gris la aguardaba en su inmediato futuro. Era la sombra de una mujer que no conoció, pero que bastante la había acompañado desde el primer momento de enlazar su mano con la del príncipe tricolor, según los designios de arriba. Lo leía en las revistas y periódicos opositores. Eran pocos, pero subsistían valientes a los cañonazos del favorito de la televisión. Una ex esposa, la primera con la cual se perfumaron aquellas paredes, ausente por las desgracias de las mentiras y la ambición. Era la historia de cómo se derrumbaron los castillos de amor, en el aire presidencial. Finalmente, solo obedecía órdenes; pero, ¿estaba preparada para sufrir la pena del abandono del poder, de la violencia solitaria que vuelve de ornato las sonrisas y los sueños de las primeras damas? La exiliada del reino de las pantallas y las luces tan sólo reparaba en hacer lo indicado: sonreír.

– ¿Acepta, su majestad, a vuestra princesa dada como su esposa, suya, para los fines a los cuales ha sido conferida?-, pregunto el prelado catedralicio, apodado por los antiguos duques y presidentes como Onésimo, el santo.
– Acepto.

Y el trato se consumaba. Y las cortes presentes al interior del templo, entonces voltearon a mirar a Gaviota. Un rayo cayó al piso desde sus ojos hasta sus pies.

– Y usted, princesa –comenzó a cuestionar burlón e irónico el sacerdote romano-: ¿Toma por esposo al Príncipe Enrique, bajo los fines a los cuales ha sido conferida –y añadió-, y sometida?
– Acepto.

Las trompetas sonaron. El arroz se arrojó. Volaron las palomas y una lluvia de aplausos abarcó la salida de los príncipes, desde el pasillo de alfombra roja que dividía la Catedral por dentro, hasta las escalinatas, el atrio y los arcos, donde otra parte del pueblo y vecinos chismosos los esperaban con vítores y cámaras digitales. Apenas se les comunicó la noticia a los potentados, también celebraron. Era un paso más en el camino del próximo Generalísimo. Podían llamarlo ya “Señor”, y difundir la orden entre los columnistas y directores de la prensa: “¡Que vivan los novios!”.

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