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miércoles, abril 24, 2024

La otredad: enfoques y desenfoques

por David Ordaz Bulos / DESDE ABAJO

“El mundo ordenado no es el orden del mundo. De ti depende hasta que punto lo inconmensurable se vuelve realidad para ti”
Martin Buber

I

La otredad es el contorno de la subjetividad, enmarca y da forma a los mundos de vida. Es el territorio donde se disputan representaciones e imágenes del otro. Es el contraste entre la amalgama de la identidad asumida como propia frente a lo ajeno y extraño.

La otredad es el rostro de la inconmensurabilidad que rodea al sujeto y se manifiesta entre lo diverso del mundo. Interactuar con ella abre la posibilidad a que los horizontes establecidos se fundan y fusionen con otros nuevos. La otredad aparece siempre en relación al sí mismo y sus alcances en el tiempo. Su presencia detiene, limita, contiene, da forma, atemoriza, comunica, distorsiona, enseña, revela, cura, ciega, ilumina. Es una forma de nombrar lo múltiple que Nietzsche entendía como tragedia, diciendo que cuando se afirma lo múltiple se afirma al mismo tiempo al uno, incitando a la alegría plural y dinámica (Deleuze, 1971).

Martin Buber (1962) desde la filosofía del diálogo hablaba sobre la otredad entre las relaciones “yo – tú” y “yo – eso”. Decía que toda vida que se jacte de ser real es encuentro. Y solo cuando se suprimen los intermediarios acontece el encuentro y aparece el conocimiento. Para él, sólo los seres viven en el momento presente, en el aquí y ahora.

El desafío planteado por Buber radica en pasar de la relación “yo – eso” a la relación “yo – tú” a través del encuentro constante. Desde este ángulo la relación con el mundo y con los demás es la que nos construye como sujetos. Y es la intersubjetividad el cruce por donde circula la reciprocidad total que fluye y conecta con la otredad, a la que Buber entendía como totalidad del ser, pues el ser humano solo se vuelve un “yo” en el “tú” y no en el “eso”.

Hay que decir que el “eso” no es del todo innecesario pues se trata de la base material de la existencia del ser humano, sin embargo mantenerse en tal nivel puede significar la negación de la otredad. Como será visto más adelante, a nivel de la relación “yo – eso” suele representarse al otro en condiciones de: animal, mercancía, objeto, etcétera.

II

En la actualidad el reconocimiento de la otredad tiene que ver con extensos debates: multiculturalidad, fenómenos migratorios, discriminación, conflictos étnicos, recuperación de identidades y memoria histórica, entendida esta última de acuerdo con Raffin (2006), como el dominio de las imágenes de los universos simbólicos del imaginario social, donde es útil preguntar ¿Qué es necesario recuperar y qué olvidar?

Roger Bartra (2008) entiende a la otredad interior como la generación de procesos culturales y políticos que se manifiestan a través de un entramado de redes de mitos y miedos que atraviesan las culturas líquidas contemporáneas, caracterizadas por una esencia posmoderna mutante a todos los niveles. En ese plano la otredades se manifiestan como un derrame entre las grietas del resquebrajamiento de las antiguas estructuras políticas, económicas y sociales que simbolizan tierras baldías. Condición donde la figura del Estado nacional soberano que moldeaba a las sociedades dentro de un territorio delimitado pierde consistencia.

Desde esta perspectiva las otredades aparecen en las culturas contemporáneas como flujos simbólicos que se plasman en distintos imaginarios: monstruos, chivos expiatorios, criminales, héroes y demás en estado líquido permanente, imposibilitadas de constituir formas sólidas dentro del torbellino heterogéneo de las sociedades posmodernas. Un punto interesante aquí es conocer ¿de que manera estos procesos de naturaleza simbólica generan legitimidad política? Tal punto exige una reconstrucción de la vida social.

III

Al seguir la pista de las investigaciones de Roger Bartra vemos que el problema de la otredad no es solo una cuestión actual. Se trata de una de las claves para entender la cultura occidental que paralelamente a su desarrollo histórico construye otredades, figuras salvajes y mitos que se remontan más allá de la Edad Media hasta los tiempos de la antigua Grecia; una cadena de afinidades afectivas entre viejas y nuevas imágenes de lo ajeno.

Bartra ubica seis espejos que reflejan la otredad hacia distintas direcciones al tomar como núcleo Europa central: por el Este aparecen culturas orientales místicas, por el sur selvas misteriosas, en el oeste mundos cibernéticos poblados de vida artificial y robótica; el norte corresponde a los pueblos bárbaros; arriba, el cielo es el lugar de ángeles, seres iluminados y extraterrestres; abajo, existen los reinos inferiores e infernales habitados por demonios.

Entre todas estas coordinadas la figura del salvaje aparece como un componente esencial de la mitología occidental con diferentes representaciones entre la civilización, la naturaleza y la tecnología. Donde debe subrayarse que la dicotomía entre estos elementos es siempre ficticia y cada una impregna a la otra. Ejemplos de salvajes los podemos ver en muchos lugares de la vida cotidiana: el cine, los comics, los medios de comunicación y la cultura de masas en general.

Una interpretación paralela es la de Jeffrey Alexander (2000), quien desde la sociología cultural describe la evolución del proceso de elaboración simbólica de la otredad alrededor de los mitos de la cultura occidental con relación sobretodo, a los últimos tiempos tecnológicos:

Con la emergencia de las sociedades científicas, tecnológicas e industriales, la amenaza terrorífica de la muerte prematura por enfermedad ha sido neutralizada un prolongado espacio de tiempo, pero la experiencia humana de la angustia y riesgo no se ha mitigado.

Con el avance de la tecnología, continua la explicación, desde hace tiempo ya las máquinas no solamente son un médium de Dios, sino del diablo también. De este modo y haciendo una crítica a las sociedad de riesgo de Ulrich Beck, Alexander argumenta que el discurso sobre la salvación tecnológica y el Apocalipsis actual impregna a la cultura popular en el mundo occidental. Donde aparece un nuevo universo mítico que emerge como consecuencia de los efectos devastadores de las guerras del siglo XX, que han quedado grabados en la consciencia colectiva.

Entre la tecnología salvaje una novedosa consciencia medioambiental que se asocia entre lo sagrado y lo sublime de vuelta hacia lo natural se presenta ante nosotros a través de minorías místicas y el cambio de las conciencias individuales subjetivas en el entendimiento de la sabiduría perenne y las tradiciones ancestrales.

También Scott Lash (1990) toca el tema de la otredad desde la sociología del posmodernismo al explicar como Michel Foucault elaboró una noción sobre el lenguaje no discursivo para hacer frente al discurso “lo normal”, la razón instrumental de la modernidad temprana en función de la dualidad entre lo mismo y lo otro:

Lo mismo se caracteriza por la luz; es el espacio del discurso. Los elementos que caracterizan el espacio de lo otro – el dominio de la oscuridad para Foucault – son aquellos que han sido excluidos del discurso (Y por lo mismo); son las figuras de la locura, la sexualidad, el deseo y la muerte.

De ahí que para Foucault el nacimiento de la literatura a finales del siglo XIX se erigió como un espacio vertical en el límite de la luz y la oscuridad. De acuerdo con Lash este es el lugar de lo posmoderno, capaz de hacer entender de una manera totalmente distinta a lo mismo, es decir lo conocido frente a lo otro.

IV

¿Qué sucede cuando la otredad no se reconoce como un “tú”, sino como un “eso”? Raffin (2006) por ejemplo, señala como en las violaciones masivas a los derechos humanos ejercidas por los Estados nacionales a lo largo del siglo XX, el “mal radical” emergía de sistemas que hacen a los seres humanos superfluos. También en las narraciones de la conquista de América existen ejemplos interesantes.

Tzvetan Todorov (1987) explica la manera en que Cristobal Colón concebía al otro, al encontrar en él una mentalidad de Fe con esencia medieval, donde aparece la figura del salvaje en esa época:

Colón no sólo cree en el dogma cristiano: también cree (y no es el único en su época) en los cíclopes y en las sirenas, en las amazonas y en los hombres con cola, y su creencia que por tanto, es tan fuerte como la de san Pedro, le permite encontrarlos.

En el análisis histórico de la personalidad de Colón, la convicción aparece siempre antes de llegar a la experiencia, es decir, su representación del otro se convierte en una barrera intermediaria para llegar al encuentro. Esta tendencia aparece también en el uso del lenguaje, donde las cosas deben tener los nombres que convienen a los conquistadores y no los nombres con que los indios las denominaban. A Colón sólo le interesa la parte de la intersubjetividad que le sirve, no tiene éxito con la comunicación humana porque no le interesa pues avanza entre la predicación de la fe y la sumisión a la esclavitud. El lenguaje en este caso sirve esencialmente para manipular al otro, del que los españoles ya traían su propia imagen:

Los rudos conquistadores habían traído su propio salvaje para evitar que su ego se disolviera en la extraordinaria otredad que estaban descubriendo. Parecía como si los europeos tuvieran que templar las cuerdas de su identidad al recordar que el otro, su alter ego siempre ha existido, y con ello caer en el remolino de la autentica otredad que los rodeaba. El simulacro, el teatro y el juego del salvajismo – de un salvjismo artificial – evitaba que se contaminasen del salvajismo real y les preservaba su identidad como hombres occidentales civilizados (Bartra, 1992, p. 13)

Por su parte el análisis de Todorov muestra más ejemplos de la estática relación “yo – eso” donde se rebaja al otro como animal, mercancía u objeto, mencionada antes: los individuos no cuentan pero merecen ser contados. Si uno es indio, y por añadidura mujer, inmediatamente queda colocado en el mismo nivel que el ganado. Colón, explica el autor, ha descubierto América pero no a los americanos.

V

Para concluir este ensayo es la intención hacer un breve ejercicio con la leyenda popular de “La llorona” en base a todo lo apuntado anteriormente. Para posibilitar tal acercamiento Grinberg (1996) explica como los mitos poseen una riqueza singular propia y pueden compararse con un poliedro polifacético, que de acuerdo al ángulo desde donde se le observa, muestra caras, vértices o aristas diferentes. Según esto, se requiere un esfuerzo para la comprensión de los mitos y el descubrimiento de lo que en ellos se plantea. En términos psicoanalíticos, puede pensarse en hallar el significado latente detrás del contenido manifiesto y material, como si se tratase de un sueño colectivo.

Una versión práctica (para los fines de este texto) y oficial de la leyenda de “La llorona” la brinda el sitio en internet de la Secretaria de Educación Pública (SEP):

“A la llegada de los españoles se comentaba que era la diosa Cihuacóatl, quien aparecía elegantemente vestida y en las noches gritaba y bramaba en el aire, su atuendo era blanco y el cabello lo tenía dispuesto de forma tal que, aparentaba tener cuernos en la frente. Otros aseguraban que era Doña Marina, o sea la Malinche quien, arrepentida de traicionar a los de su raza, regresaba a penar.

Con la conquista estas versiones sufrieron ciertas modificaciones alegándose que era una joven enamorada que había muerto un día antes de casarse y traía al novio la corona de rosas que nunca llegó a ceñirse; otras veces era la viuda que venía a llorarle a sus hijos huérfanos, o la esposa muerta en ausencia del marido a quien venía a darle el beso de despedida; o la desafortunada mujer, vilmente asesinada por el celoso marido apareciéndose para lamentar su triste fin y confesar su inocencia.

Sea cual fuere su origen se dice que en tiempos de la colonia, a mediados del siglo XVI, los habitantes de la Ciudad de México se retiraban a sus casas sonando el toque de queda dado por las campanas de la primera catedral, a media noche y principalmente cuando había luna llena, despertaban espantados al oír en la calle unos tristes y lánguidos gemidos lanzados al viento por una mujer.

Las primeras noches, los vecinos sólo se santiguaban argumentando que los lamentos eran de una ánima del otro mundo, pero la situación fue tan insistente que la gente más despreocupada o atrevida, salía a cerciorarse qué era aquello, primero lo hicieron desde las puertas o ventanas, después algunos se animaron a salir y lograron ver a quien lanzaba tan lastimeros gemidos.

La mujer que vestía una ropa blanquísima y se cubría el rostro con un velo, avanzaba con lentos pasos recorriendo las calles de la ciudad sin faltar una sola ocasión a la plaza mayor donde, viendo hacia el oriente e hincada daba el último y languidísimo lamento, una vez puesta en pie, continuaba con paso lento y pausado hasta llegar a la orilla del lago donde desaparecía”.

Si colocamos el relato popular de “La llorona” dentro del espacio de luz que Foucault elaboró para mirar la dualidad entre lo mismo y lo otro, surge un contraste que refleja posibilidades de enfoques alternos al mito. En este sentido Todorov ofrece imágenes de cómo se trataban a las mujeres y los niños indígenas en ese tiempo por parte de los conquistadores, en los relatos de un ministro de Carlos I:

“Yendo ciertos cristianos, vieron una india que tenia un niño en los brazos, que criaba, e porque un perro quellos llevaban consigo había hambre, tomaron el niño vivo de los brazos de la madre, echáronle al perro, e así lo despedazó en presencia de la madre”. “Cuando llevaban de aquellas gentes captivas algunas mujeres paridas, por solo que lloraban los niños, los tomaban por las piernas e los aporreaban en las peñas o los arrojaban en los montes, porque allí se muriesen”.

Este breve párrafo sirve como muestra del momento en que comenzó a gestarse la leyenda de la llorona hasta nuestros días. Da las bases (sólo a manera de ejercicio) para pensar que aquella figura femenina espectral mitificada como la llorona, que sólo los más osados podían ver, y se articula entre concepciones y situaciones de diosa, arrepentimiento, pena, enamoramiento, viudez, asesinato y muerte. Puede ser la representación de todas aquellas mujeres que sufrían asesinatos, violaciones, asaltos y ultrajes de parte de los conquistadores y, a manera de negación de la imaginación colectiva de la otredad, se convirtió en una leyenda popular que niega la realidad de aquellas noches afuera de las iglesias, conventos y casonas de las familias que albergaban la semilla que germinaría como ingrediente preciso en el desarrollo de la civilización occidental.

Por supuesto esto sólo se trata de una suposición sin ningún fundamento histórico. A lo mucho pretende ser un ejercicio de pensamiento y deconstrucción de la mirada, como quien después de que se va la luz y permanece un rato en la oscuridad, alcanza a percibir el espacio que le rodea.

Referencias:

Gilles Deleuze (1967), Nietzsche y la filosofía, Editorial Anagrama, Barcelona, 2008.

Jeffrey Alexander, Sociología Cultural, Anthropos, Barcelona, 1997.

León Grinberg, Rebeca Grinberg, Migración y exilio. Estudio Psicoanalítico, Biblioteca nueva, Madrid, 1996.

Marcelo Raffin, La experiencia del horror. Subjetividad y derechos humanos en las dictaduras y posdictaduras del Cono Sur, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2006.

Martin, Buber (1962), Yo y Tú y otros ensayos, Lilmod editores, Buenos Aires, 2006.

Roger Bartra, El salvaje en el espejo, Universidad Nacional Autónoma de México, Ediciones Era, México, 1992.

Roger Bartra, Culturas líquidas en la tierra baldía, Katz Editores – Centro de la Cultura Contemporánea de Barcelona, 2008.

Scott Lash, Sociología del posmodernismo, Amorrotu, Buenos Aires, 1997.

Tzvetan Todorov (1987), La conquista de América. El problema del otro, Editorial siglo XXI, México, 2005.

http://www.sep.gob.mx/work/appsite/muro/leyendas/llorona.htm

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