La desesperación es una manifestación tácita de lo grotesco, enseñó el prócer del nihilismo, Emile Ciorán. Avasallados los humanos bajo el fuego del apocalipsis que no llega, se ha de creer en la sabiduría del rumano cuando el terror estalle en los rostros de cada cual. Luego entonces, pasando por la ebriedad de las emociones descompuestas, los pies pretenderán caminar hacia tierras menos pedestres.
El problema, acaso, es encontrar una tierra así. Si el suelo que hoy se pisa se desmorona o se inunda de sangre de inocentes y culpables ¿quién asegura que el próximo paso caerá sobre un territorio fértil, oceánico y transitable? Nadie. Las emociones están condenadas donde quieran que se paren. Ya en otro planeta o en la nación prometida, siempre la tragedia encontrará una rendija en el corazón para alojarse.
Cioran, pues, tenía razón al llamar por la detonación del mundo y sus leyes si es que no hay salvación para la humanidad. En el norte del continente los cerros caen a balazos, en el sur es la naturaleza misma la que muere. En el báltico ruedan cabezas de chinos, en Iberia cunde el falangismo, en África la condena y en Mongolia la fiebre. ¿Es acaso el mundo una trampa sobre otra trampa? ¿Es el mundo la guillotina de la paz?
Recorriendo palmo a palmo las paredes planetarias, la sombra del destierro los persigue. Es una familia descarnada, alejándose. Una y otra, se encuentran y hacen más. Los países se van formando de extraños, agazapados, sonrientes con armas en mano. Crece el miedo. Una historia común en los diarios, en los blogs de reporteros sibaritas del tercer mundo. Caen en las banquetas los niños y los hospitales se llenan de madres y padres clementes. Colapsan las fábricas, el dinero se traga los trabajos, come carne enferma y no hay lugar seguro ¿Es acaso esto el mundo? La guerra.
Los refugiados entonces se vuelven, no una condición, sino un destino político común. La razón: un futuro sin crueldad. Esperanzas en una tierra que no conocen y que, no obstante, podría abofetearlas con más violencia aún y enviarlas de regreso a la tumba de sus muertos. Entonces llega lo grotesco de la desesperación. Los rostros descompuestos, reflejo de la nación. La savia del mundo que alimenta a hombres, mujeres y al mundo, que yace abatido ante las ágoras personales de Ciorán, sin escapatoria.
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