Viajar, probar nuevos sabores, admirar otras formas, colores, paisajes y hasta disfrutar el sonido de un idioma desconocido y superar ese pequeño inconveniente. Aprender y saber que hay un mundo ahí afuera, eso es para mi uno de los grandes placeres de la vida.
Si todos tuviéramos la oportunidad de recorrer otras realidades seguro viviríamos menos engañados, menos manipulados y menos indiferentes. En fin, dicen por ahí que los viajes ilustran y que quien no ha viajado no ha vivido… bueno, también pasa con los que no leen.
Total que la única vez que he visitado Japón, quedé maravillada, no sólo por lo obvio de su grandeza cultural, sino por la educación, la disciplina y la honradez de su gente. Pude estar en Tokio, en Onjuku, en Kioto y en Hiroshima, el centro de la brutalidad y el renacimiento. Disfruté del teatro kabuki, de la ceremonia del té, del barrio de las geishas, del anime, de los tradicionales baños, de su puntualidad y de su rica gastronomía, que poco tiene que ver con el sushi y el queso crema.
Aki Iguchi, quien me acompañó durante los once días que duró el viaje, estudió Español en la UNAM. Siempre me pedía llegar puntual, ella sabía que los mexicanos tendemos a la informalidad; sin embargo, nunca la defraudé. Como invitada de la embajada nipona no podía permitirme eso. De ella me sorprendía que luego de un día rudo, cita desde las 7:00 a.m. hasta las 10:00 p.m., aún le quedaban ganas de ir al gimnasio a nadar, y claro, lo más llamativo era que hubiera gimnasios abiertos a esa hora. En cierto momento de confianza me dijo que en nuestro país aprendió a ser feliz, a reír a carcajadas y a decir groserías, punto bueno para nosotros.
Admiré que las bicicletas estuvieran estacionadas afuera del metro en Tokio, con paraguas, botellas y suéteres en sus canastillas… sin cadenas ni candados. Dejé mi bolsa de mano, a modo de prueba máxima, en el andén del puntualísimo y velocísimo tren bala, caminé a una máquina de dulces cercana y al regresar, mi bolsa seguía ahí. Sentí temor, no porque algún japonés la tomara, sino porque quizá un visitante extranjero lo hiciera. Los niños van solos por la calle, eso es libertad verdadera ¿Cómo llegar a ese nivel?
Descubrí que los mexicanos, a pesar de nuestros pesares, somos queridos por allá. Logré entablar una brevísima conversación con el trabajador de un panteón en Onjuku, por loco que parezca, y cuando atiné a decirle que era mexicana –Ohh Mekishiko- dijo con una gran sonrisa. Me gusta recorrer los panteones. (A propósito recomiendo la película “Violines en el Cielo” de Yojiro Takita).
En la próxima seguiré con esta crónica de mi andanza sin flores de cerezo porque fui en septiembre.