Un día más. Me quito la chamarra, prendo mi equipo, escribo, cotejo, resalto con color rojo lo que falta, con amarillo lo que hay que agregar. Me llaman a una junta. Por segunda vez ¿o tercera? hay cambios nuevos en un documento que hasta ahora casi alcanza las 50 páginas. “Te lo vuelvo a enviar todo”, dice un compañero. “No. Marca los cambios”, respondo yo. Para mis adentros pienso que, como en la oficina no hay un editor pero se hacen libros hasta de los tipos de papel de baño existentes en México, nadie sabe lo que mentalmente implica sentarte a corregir bajo presión 50 páginas y que no dejen de traer cambios nuevos a su antojo.
El día de mañana me ausentaré porque no hay quién cuide a mi hijo. Pedí el día, me lo descontarán, no me importa, aunque a alguien más le dijeron que la próxima vez me haré acreedora a un acta administrativa. No importa, no importa. Pero aun así me pongo nerviosa, ocurre con facilidad desde hace meses. Ante esta situación sólo pido a no sé quién “Que no me llamen mañana para continuar con este libro porque no podré atenderlos con mi pequeño al lado. Que no me llamen”.
El diseñador dice que empezarán a armar en tres días, entonces seguro me llaman. Comienza a dolerme el estómago. El teléfono suena, me estiro, es un trabajo del que no tengo idea. Hay poca gente en la oficina, los enviaron a lugares donde desde siempre sabemos que vamos para nada. No puedo dar razón de dicho trabajo. Me acomodo. Continúo corrigiendo.
Los trabajos se acumulan en la bandeja de entrada del correo. No me corresponde pedir que los revise alguien más, porque además de ser una igual jerárquica, soy mujer y a las mujeres los hombres no nos hacen caso si ordenamos. No quiero más enfrentamientos.
Mi jefe viene para decirme, en otras palabras, que la persona a quien hay que enviarle los textos no tiene capacidad para categorizar datos y que entonces hay que mandarle versiones y no sé qué. Es el mismo tipo que recomendaba hacer apología del delito en un video de prevención de violencia hacia las mujeres para que funcionara mejor; no se puede esperar más de él. Ya le había mandado los archivos. “Pídele entonces que no haga caso de lo enviado ayer, por favor”, le digo a mi jefe. En realidad su manera de facilitar las cosas generará todo lo contrario: confusión, pero hay que obedecer hasta las estupideces para no poner en riesgo la chamba o herir los egos masculinos y desatar un berrinche.
El dolor en el estómago aumenta. Siento cómo las ganas de vomitar suben por mi garganta. Ya sé que es así, tampoco es la primera vez. Me consuela saber que no terminaré hincada frente al retrete. A esta sensación se suma la incomodidad de estar menstruando y tener que correr de un área a otra. Quisiera una copa maravillosa, pero el dinero no alcanza. Ojalá que alguien compre los muebles. Ya no me queda ropa para vender. ¡Momento! ¡Las zapatillas beige casi nuevas!
Retomo el texto. Resalto cada título, lo alineo con el índice que me proporcionaron, busco hacerlo legible hasta para alguien que tenga un par de neuronas. Hablando de… aquel llegó. ¿No le dará vergüenza tener un puesto bien pagado sin hacer nada? El honor y la rectitud brillan por su ausencia aquí. ¡De perdida taparle tantito el ojo al macho! ¡Ah! pero es que es macho y los otros machos son sus aliados. ¡Este sistema está podrido hasta las entrañas! Siento rabia. Se me adormece el brazo izquierdo.
Por fin consiguen localizar a los autores del otro libro y acaban de llegar. Camino hacia la recepción para recibirlos, son una pareja de adultos mayores muy agradable. Les entrego el dummy de su libro, quedó lindo. Con un poco más de tiempo salía una joyita, pero ya está. Por supuesto no tendré mi crédito, como en el anterior, pero ellos piden agregarme en sus agradecimientos; me pongo tensa otra vez.
La portada no me gusta. Cuando sugerí al diseñador agregarle un fondo, preguntó a la defensiva “¿Tú eres diseñadora?”. No, no soy diseñadora y soy mujer. Me callé. Estaba frente al que se dice respetuoso en voz alta y crea carteles con mensajes sobre proteger a las mujeres, pero habla de mí a mis espaldas. Me estresa la sola idea de hallar nuevos detalles en la última revisión y tener que llevárselos, que haga una mueca y me diga ¡No mameees! Claro, nadie sabe que un libro de 120 páginas no se revisa y corrige en dos pasadas, en dos meses, con otros trabajos encima al mismo tiempo. ¡Que le aproveche a quien logró hacer negocio con esto!
Para encontrar paz, intento recordar el concepto de reciprocidad que me explicó la terapeuta: la vida es como un restaurante, nadie se va sin pagar la cuenta. Pero se atraviesa en mi mente otro más: la falacia de la justicia. Me duele.
¿Cuántas mujeres trabajadoras pasarán por esto? Aún faltan dos horas antes de poder irme, «irme».
Perder el trabajo… Fantaseo con la idea y cada vez sabe más dulce en mi boca cuando la susurro.
Perder el trabajo… Quizá sea mejor que perder el tiempo, la salud, la paz, la dignidad, la vida.
Tenías razón, querida Goldman ¡desde hace más de un siglo! Erramos el camino; el proyecto de liberación a través del trabajo asalariado no huele a libertad, huele a tragedia.