“Lucas era apenas un nene de dos años cuando comienzo a darme cuenta de que es diferente ¡Es tan callado! Si quiere algo, me tira de la ropa y lo señala. Pero aparte de eso, rara vez usa gestos para comunicarse. Tampoco dice sí ni no con la cabeza. A menudo se frustra y se enoja porque no lo entiendo: grita, patalea y da manotazos. No reacciona cuando le hablo ni al llamarlo por su nombre. Mi esposo y yo, empezamos a preguntarnos si será un poco sordo. ¿O no? Cuando digo “dulce”, Lucas corre hacia mí de inmediato. No obstante, escapa del contacto físico. A veces acepta sentarse en mis piernas, pero por lo general sólo cuando está muy cansado. Aprovecho cualquier oportunidad para abrazarlo, pero no son más que unos instantes, y demasiado infrecuentes”.
La historia de Lucas y de cómo su familia enfrentó el autismo de este niño tras un diagnóstico tardío, es una de las más difundidas respecto de trastornos del espectro autista (TEA), que es grupo de trastornos permanentes del desarrollo, manifestado en los tres primeros años de edad. Se deriva de una afectación al funcionamiento del cerebro, que se da principalmente en la infancia, con independencia de su género, raza o condición socioeconómica, y que se caracteriza por deficiencias en la interacción social, problemas en la comunicación verbal y no verbal y patrones de comportamiento, intereses y actividades restringidos y repetitivos.
Dado que la tasa del autismo en todas las regiones del mundo es alta y tiene un terrible impacto en niñas y niños, sus familias, las comunidades y la sociedad, la Organización de las Naciones Unidas estableció el 2 de abril como el día Mundial de Concientización sobre el autismo. Los principales obstáculos sociales para las personas autistas son la falta de presupuestos públicos para la atención de esta condición, el estigma y la discriminación, que impiden un adecuado diagnóstico y tratamiento.