Las cifras dicen que fueron diecisiete personas muertas y más de treinta mil damnificadas. Prácticamente todo el centro de la ciudad sufrió daños, la mayoría irreparables. Pero de tal frialdad estadística no nos acordaremos; más bien recordaremos el llanto, la desesperación, la zozobra y el debate entre la vida y la muerte que por horas mantuvo el pueblo tulense, a causa de la devastadora inundación provocada por el desbordamiento del Río Tula.
Las crónicas de la tragedia cuentan muchos episodios de supervivencia; desde el gobernador cayendo de su lancha durante su recorrido, hasta el bebé en incubadora que fue rescatado del Hospital del IMSS de la zona. Pero tantas historias han quedado sin contarse. Episodios que no caben en la prosa. Había que estar ahí. Había que ser alguno de ellos, o un vecino o un familiar, llorar sus lágrimas, perderlo todo, mirar al cielo sin saber si habrá mañana.
No, jamás olvidaremos lo que aquí pasó. Y no querremos olvidarlo de todos modos. Porque la memoria es pesada, sí, pero también, porque este pueblo se levantará de la devastación y el mundo será testigo.