MÉXICO — No hay una forma sencilla de escribir sobre el conflicto militar en Ucrania. Sobre todo, desde la posición de alguien como yo, un occidental sin incumbencia en el problema. Y ojalá esa fuera la postura de tantos periodistas que se han abalanzado a opinar sobre el tema sin conocimiento; o peor, repitiendo la agenda de Washington. Pero, sobre la geoestrategia mediática de Estados Unidos y la ética mercantil del periodismo latinoamericano ya habrá tiempo de palabrear, tal cual lo he hecho antes en este blog. Lo que me ocupa es la guerra ucraniana, y sí; porque, a pesar de que estoy lejos, ni yo ni nadie debe sentirse ajeno a lo que ocurre. El mundo está cambiando en este preciso momento. ¿Qué pasará? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que es algo muy importante; algo que podría cambiar el rumbo de la historia que heredamos luego de la segunda guerra mundial.
Y como siempre, para empezar, fijemos la mirada en Estados Unidos. Como casi todo lo que ocurre en el planeta, la guerra en Ucrania no podría entenderse sin la participación de Washington. Tras la derrota de Hitler en 1945 a manos de la Unión Soviética, la Casa Blanca se propuso evitar que la URSS atesorara poder sobre Europa y expandiera el socialismo en occidente. Nació la Doctrina Truman para salvar al capitalismo estadounidense del influjo comunista y, con esta, la guerra fría. Así, surgió la OTAN para proteger a EE.UU. y a sus aliados de “amenazas externas”. En contraparte, los países del Este, incluida la URSS, formaron el Pacto de Varsovia. Se fincó el “telón de acero” y el mundo se dividió. La geopolítica se mantuvo tensa mientras existió el poder soviético y no fue sino hasta 1991, cuando triunfó la contrarrevolución en Moscú, que la política de dos polos dejó de existir. Estados Unidos y sus aliados se creyeron dueños del globo. Sus títeres en la autoproclamada Federación Rusa derribaron casi toda la estructura heredada de la Revolución de Octubre. Los recursos del país, que eran administrados por el Estado proletario, pasaron a manos de los traidores, surgiendo así los nuevos magnates rusos del oro, del gas, el petróleo y las tierras. Todos ellos tuvieron nombres, todos, apoyados por el conspirador Boris Yeltsin y, detrás de él, un antiguo agente de la KGB asociado a la cúpula de la Iglesia Ortodoxa, Vladimir Putin.
Disuelta la URSS, la Casa Blanca tuvo pase libre en el Este. Llevó los tanques de la OTAN hasta Yugoslavia y la dividió con bombas. Puso bases militares en el Báltico. Fraguó golpes de Estado en Asia Central. Puso a los talibanes en Afganistán. Todo, sin oposición. Era la década de 1990 y principios de los años 2000. El imperio yanqui estaba en su apogeo. Pero, al mismo tiempo, crecían las economías de Rusia —ya con Putin en el poder— y de China. Luego, entre 2013 y 2014 llegó el Euromaidan a Ucrania. En una operación similar a la yugoslava, pero con el tiento de estar a las puertas de Rusia, la OTAN organizó a grupos fascistas y ultranacionalistas ucranianos para apoderarse de lo que, en ese momento, era una fuerte pero pequeña rebelión popular contra la corrupción del entonces presidente Viktor Yanukovich, aliado de Putin. Los grupos rebeldes originales fueron relegados y vimos la plaza central de Kiev destruida por la violencia de los neonazis. Fueron ellos los que, a principios de mayo de 2014, quemaron vivos a 36 obreros cuando acosaron y prendieron fuego a la Casa de los Sindicatos de Odessa.
El conflicto ya había arrojado más de siete mil muertos cuando Yanukovich dejó la presidencia del país. En su lugar, quedó Petro Poroshenko, un banquero sometido a la OTAN, a la Unión Europea y a Estados Unidos. En la plaza del Maidan se quemaron banderas rusas, mientras ondeaban los estandartes de Ucrania, la UE y, claro, EE.UU. Pero la guerra no terminó. Una gran región al este del país continuó resistiendo ante los fascistas que, en ese momento, ya contaban con el equipamiento militar que les había proveído occidente. Muy pronto, el mundo conoció del Donbass, región oriental ucraniana donde ha tenido lugar la gran producción de carbón, parte elemental de la economía del país, la cual ocupa casi el veinte por ciento de su territorio. Ahí, las milicias antifascistas erigieron las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk. Contra ellas, Kiev ha descargado misiles y bombas, con tal de obligarles a retornar a su mandato. Desde 2014 y hasta el actual 2022, no ha cesado el fuego en lo que es ya, el conflicto armado más prolongado en la historia moderna de Europa.
Pero había esperanza. En septiembre de 2014 y febrero de 2015 ocurrieron los Acuerdos de Minsk. En la capital de Bielorrusia se reunieron los dirigentes del Donbass; el presidente ucraniano Petro Poroshenko; Vladimir Putin; la canciller alemana, Angela Merkel; y el presidente francés, Francois Hollande, para signar un protocolo que podría terminar con el conflicto armado en el Este de Ucrania. Entre otras cosas, se signaba un alto al fuego, el reconocimiento constitucional especial de las Repúblicas Populares de Donestk y Lugansk, amnistía para los combatientes secuestrados y la retirada de las tropas fascistas en la región. Pero todo fracasó. El gobierno fascista continuó con los bombardeos sobre la zona rebelde, cuyos dirigentes, comenzaron a pedir la ayuda de Moscú. A la par, en el sur ucraniano, triunfaba el Referéndum Especial de Crimea, donde su pueblo, aprobaba casi por unanimidad su anexión a Rusia. Esto enfureció, no sólo a los mandamases en Kiev, sino a sus aliados europeos y a Estados Unidos. Pronto, la Casa Blanca condenó a Rusia y, puede decirse que este fue el punto de inflexión sobre lo que ocurre hoy. Con la llamada “anexión de Crimea”, Washington desplazó una narrativa sobre el peligro expansionista ruso. Dijo que Putin tenía intenciones de reconquistar los antiguos territorios de la URSS y alertó que Europa estaba en peligro. De nuevo, emergió la retórica de la guerra fría; de tal modo, que la paranoia estadounidense aseguró que desde laboratorios en la capital rusa se había operado un fraude para imponer a Donald Trump en la presidencia de EE.UU. Los oligarcas demócratas que financiaron a Hillary Clinton se lo tomaron personal.
Derrotado Trump por Biden, los deudos de Clinton intentaron vengarse de Putin, lanzando a la OTAN por delante. A lo largo de los años, desde la caída de Kiev a manos de los neonazis, hemos presenciado diversos escenarios de guerra no convencional entre Estados Unidos y la Unión Europea contra Rusia y China. Los golpes han sido económicos y diplomáticos; pero, de repente, a la Casa Blanca se le ocurrió que Ucrania sería un socio ideal para el Tratado del Atlántico Norte y, ¿por qué no?, situarse a las puertas de Moscú y de Beijing. No era suficiente ocupar territorio en el Báltico pues, ahí, el gran aliado bielorruso hace frente y los países de aquella región están cercados por Kaliningrado, el exclave ruso en el noroccidente europeo. Ya tenían al presidente ucraniano, Volódimir Zelensky (por cierto, un personaje cuyo trabajo anterior al de gobernante fue de comediante en televisión) de su lado y sólo hacía falta dar un paso. Durante meses, Washington y Bruselas jugaron con la posibilidad de incorporar a Kiev a las filas de su organización militar. Y durante todo ese tiempo, Vladimir Putin les advirtió que no lo hicieran. Aumentaron el envío de armas y, la junta ucraniana, aumentó la agresión sobre el Donbass. Esto no sólo contradecía los acuerdos de Minsk (de por sí rotos) sino que constituía una amenaza nunca antes vista, ni en los tiempos de la guerra fría. Entonces, la Duma rusa aprobó el auxilio a las Repúblicas Populares de Donestk y Lugansk. Y se desató la guerra.
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Al momento en el que escribo este texto, Zelensky está derrotado y las negociaciones con Putin podrían comenzar en cualquier instante. La invasión de Rusia llegó hasta la capital ucraniana y tanto Estados Unidos como la UE no lograron más que levantar sanciones en su contra. Así, Moscú consiguió su objetivo inmediato: desarmar a Kiev; es decir, desarmar a los fascistas que gobiernan en Kiev. Al mismo tiempo, Rusia ha golpeado el tablero geopolítico y de qué manera. Le demostró a Washington que hablaba en serio cuando amenazó con responder si la OTAN se instalaba en Ucrania. Y a Europa no le queda otro camino más que respetar el papel de los rusos, pues de ellos depende más de cuarenta por ciento del gas que suministra el continente. Si bien faltan cosas por ocurrir en el plano económico, todo indica que, de momento, el conflicto imperialista lo ha ganado Putin y el tablero geopolítico tiende a un reacomodo.
¿Dije conflicto imperialista? Sí. Porque, más allá de que en Kiev mandaran unos neonazis, los más contentos con la invasión a Ucrania no eran los hombres y mujeres de Rusia, sino sus magnates energéticos. El golpe ruso servirá para retomar negociaciones con Bruselas sobre la construcción del gasoducto Nord Stream 2 que planea suministrar más de 55 mil millones de litros cúbicos de gas al continente, a través del Báltico. Por supuesto, el principal opositor a esto ha sido Washington, que no se cansó —ni se cansará— de intentar evitar su construcción pues supone la monopolización por parte de las industrias rusas de la venta de este energético en Europa, dejando a Estados Unidos muy por debajo del negocio. En tanto, millones de familias en ambos bandos de la frontera quedaron sometidas al horror de la guerra. Serán ellas las que sufran los estragos de las sanciones económicas impuestas por occidente, como han sido ellas quienes han padecido el horror de despertar con la tétrica melodía de las sirenas antibombas. Son ellos y nadie más quienes pierden en esta guerra. Ellos que, como tú y como yo, quienes, también mañana debemos levantarnos a buscar comida, tratamiento médico, empleo o dinero para pagar la renta. Excepto que, mientras nosotros vemos desde muy lejos las ráfagas, en Ucrania deben conseguirlo bajo una lluvia de balas y la pesadilla de la desesperanza. ¿Qué quedará de su país a continuación, destrozado por los fascistas, el imperialismo estadounidense y los oligarcas rusos? Mientras muchos sólo nos contentamos con el ajedrez geopolítico, hay gente que no sabe dónde dormirá porque, esta noche, las esquirlas de un cohete destruyeron su casa y mañana, si sobreviven, deberán recoger los trozos de una vida mientras se emplean en una megaindustria con sede en Moscú.