Con la muerte del Papa Francisco se acaba de una de las épocas más lúcidas en el mundo católico. Antes de él, solamente Juan XXIII se atrevió a llevar a la Iglesia de Roma hacia adelante, un poco más cerca de los tiempos que, inevitablemente, avanzan más rápido que la política vaticana.
Con el Concilio Vaticano II, Juan XXIII viró el barco eclesial hacia las poblaciones más marginadas de la tierra. De su mano, emergió la opción preferencial por los pobres, inspiración para la Teología de la Liberación y la inolvidable lucha social, política y teológica de miles de sacerdotes, religiosas, catequistas y feligresías, sobre todo en América Latina. Era mediados del siglo XX y el mundo intentaba superar el trauma de las dos guerras y, en muchos rincones del planeta, se libraban revoluciones por un mundo más justo y humano. El pontificado no se quedó atrás.
Por su parte, Francisco habló, escribió y actuó conforme al siglo XXI. Pero no le fue fácil.
Cuando asumió en 2013, se encontró con una Iglesia donde los enemigos de las reformas sociales de Juan XXIII vivieron su época de gloria de la mano de Juan Pablo II, primero, y Benedicto XVI, después. Era un Vaticano oscuro e impune. Estos Papas protegieron a los curas pederastas; fueron omisos con la corrupción del Banco vaticano; y sus viajes tuvieron una agenda oculta que fortaleció a los conservadurismos globales, incluyendo, la persecución y castigo contra los curas, monjas y teólogos liberacionistas. A un buen grupo de éstos, los expulsaron de la Iglesia. El propio Bergoglio fue víctima de esto, como sacerdote jesuita.
Nunca sabremos cómo o por qué, la curia lo eligió a él como el sucesor de San Pedro. Sí, veníamos de tener a alguien como Joseph Ratzinger, un Papa de antecedentes nazis que, como director de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antes Santo Oficio, ordenó perseguir cualquier tufo «liberal» dentro de la Iglesia; pero también era uno de los más brillantes teólogos, quien mantuvo interesantísimos debates y coincidencias con pensadores de la talla de Jürgen Habermas y Hans Kung.
A pesar de todo, Benedicto XVI era un sacerdote apegado al canon (alemán, después de todo) que siempre hizo lo que creyó conveniente para la Iglesia a la que servía. Creo que por eso abdicó al papado; porque fue un Papa superado por su ministerio, que se bajó del trono porque así lo creyó conveniente, no sin fuertes pugnas espirituales. Entonces, ¿le habrá ganado su parte mística y fue por eso que dio su voto en favor de Bergoglio? ¿O fue el péndulo ideológico dentro de la curia lo que terminó eligiendo a un Papa contrastante con su predecesor?
Pero en aquel 13 de marzo de 2013, Bergoglio le anunciaba al mundo que sería el nuevo Papa y que su nombre sería Francisco, como el famoso fraile despojado. Ese fue su primer aviso de lo que pretendía ser como el líder del mundo católico. Y así ocurrió. A lo largo de su pontificado defendió a las poblaciones marginadas; se pronunció en contra del capitalismo y el imperialismo; recibió, dialogó y declaró en favor en favor de las poblaciones LGBTTTIQA+; criticó la corrupción en la Iglesia y habló de «infiltrados» dentro de la misma; y, durante sus últimos meses, no dejó de hablar de Gaza, del cese a los bombardeos israelíes y de la paz en Palestina. De hecho, su último mensaje, un día antes de su muerte, en el ocaso de la Pascua de 2025 y el propio, Francisco clamó por el «cese el fuego en Gaza, que se liberen los rehenes y se preste ayuda a la gente».
Ese fue el Francisco que existió y que se ha ido este 21 de abril. Amanecimos con esa noticia y, creo, para infortunio del mundo, que nunca veremos otra vez a un Papa como él.