Recuerdo, recordemos hasta que la justicia se siente entre nosotros. —Memorial de Tlatelolco.
Me aferré a visitar el Colegio de San Idelfonso. Este domingo era el último día para visitar Un cielo sin fronteras. Archivo inédito de Rosario Castellanos, con motivo de su centenario.
Podría decirse que mi obsesión por venir era profunda porque, efectivamente, esta escritora nos enseñó —no a todas, a mí sí—, otro modo de ser libre. «Soy hija de mí misma. De mi sueño nací. Mi sueño me sostiene», escribió en el Muro de Lamentaciones.
Rosario Alicia Castellanos Figueroa, leí en el muro de la exposición, nos regaló una escritura capaz de hacer visibles las injusticias, violencias y opresiones sobre los pueblos originarios. Sobre las mujeres, también.

Yo supe de Rosario Castellanos en la casa de un escritor hidalguense. Diego Castillo tenía en su mesa Balún Canán. Lo comencé a leer como quien no quiere hacerlo; entonces, el fuego lo sentí en el estómago. Era como las historias que me contaba mi abuela; sí, sobre los indios, las indígenas, los pobres. Le decían a mi abuela oaxaqueña, esa india patarajada, pero aquello que leí esa noche era otra cosa. Era encontrar la belleza de las palabras en el horror del clasismo.

Luego leí su Autorretrato, que dice: «Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje. Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo». Y yo que siempre me consideré fea, sin atreverme a decirlo, ahí estaba Rosario Castellanos para recordarme que hay que hacer visibles los defectos y las virtudes, pero, al mismo tiempo, hay que luchar por una causa, hasta el fin.

Recorro los pasillos del Cielo sin Fronteras y de repente quisiera llorar. Será por mi realidad o por las fotografías que estoy viendo; por su máquina de escribir, por sus lentes, por su letra inentendible. Su hermano, el que murió a los siete años, se llamaba Mario Benjamín y para mí esos nombres representan tanto en la vida. «Tuve un hermano, un año menor que yo. Nació dueño de un privilegio que nadie le disputaría: ser varón», leo en este muro turquesa que me transporta a Chiapas y a la Ciudad de México.

Creo que algunas mujeres han intentado demeritar su trabajo por la relación que tuvo con Ricardo Guerra; por las infidelidades perdonadas, por la envidia invisible, pero, presente de él hacia ella, porque en enero de 1958, ella aseguró en Los narradores ante el público que se había casado con un hombre que «no únicamente respetaba mi tarea literaria, sino que me estimulaba a proseguirla». Así nos engañamos a veces. ¿Y qué tiene de malo? Tarde o temprano se descubre la verdad, como la de ella, que Ricardo era incapaz de amarla exclusivamente.

Sin embargo, no agachó la cabeza porque en Inventario: paginas autobiográficas, escribió: «He criado hijos, he luchado a muerte contra el hombre que me complementa , he sobrevivido a mis padres, he dicho adiós a mis hermanos».
¿Qué sería de la literatura mexicana sin Rosario Castellanos? ¿Qué sería de las mujeres? Nos enseñó a ser mujeres de palabras. Muchas.

No quiero salir de la exposición. Me la imagino aquí recorriendo conmigo su vida. Quisiera abrazarla, ver a través de sus ojos, escribir a través de sus manos. Ser una misma. Preguntarle si es verdad que se electrocutó saliendo de bañarse porque siempre he pensado que la callaron, a propósito. Me mira con la mano derecha en su barbilla, su peinado hacia atrás, incrédula y a la vez sonriente.
Gracias, le digo. A veces el presente no es suficiente para estar en paz; a veces necesitamos saber del pasado y viajar a él para ver el mundo de otras personas; para inspirarnos, para resistir, pero, sobretodo para ser libres.

Al salir del Cielo sin Fronteras volteo hacia atrás para buscar su fotografía, pero entonces encuentro el mensaje, la sentencia que me deja en el Tablero de Damas: «Tendrás que escribir, te guste o no, quieras o no. Tendrás que estar sola para escribir».