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jueves, diciembre 26, 2024

[OPINIÓN] Feliz nuevo siglo, Dr. Smith

. ¿Cómo salir de la locura? No a punta de electroshocks, que ha sido la única estrategia, y que ni ha retirado la droga de las calles (la encarece por unas semanas, luego el suministro se normaliza), ni ha pacificado al país. No encarcelando más y más policías como si un día fuéramos a encerrar a todos los corruptos y sólo quedaran en las calles los que nos defenderán efectivamente. Lo único que puede salvarnos es el capitalismo. Paradójicamente, hoy que parece colapsar. El verdadero capitalismo, no el especulativo, no el que protege de la competencia a los grandes empresarios subsidiando sus errores, sino el mercado puro y duro.

Por Yuri Herrera / Desde Abajo

No es como si un día nos hubiéramos amanecido con que le cambiaron otra vez de nombre a la Secretaría de Agricultura, o como si el impuesto por pintar de azul a los perros tuviera una nueva denominación. La manera en que el gobierno mexicano ha llamado a su cruzada contra el narcotráfico tiene consecuencias concretas. Si uno declara la guerra ésta viene, y ahora las consecuencias las paga una población que nunca fue consultada acerca de si quería comenzarla.

Por algún lugar había que empezar a perseguir al crimen organizado: afectando el tráfico de armas desde la frontera norte o el tráfico de personas en sentido contrario; investigando las prácticas corruptas de los senadores que litigan al amparo de su fuero constitucional, a los funcionarios que trafican información confidencial hacia los aparatos partidistas para tener una ventaja ilegítima en los procesos electorales o a los especuladores que obtienen contratos ventajosos merced a su posición dentro del poder ejecutivo. El gobierno de Felipe Calderón decidió que, entre todas esas opciones, afirmaría su posición atacando la mafia del narcotráfico que las administraciones recientes habían dejado crecer por complicidad o por comodidad. Era una obligación largamente aplazada, y no era una tarea menor; entre las muchas decisiones que implicaba estaba también la de nombrarla, porque los nombres suelen moldear las cosas que denominan: las estructuran, las limitan, les dan propósito. Pero, de manera irreflexiva, acaso como respuesta a una tentación propagandística, el gobierno federal decidió que estábamos en guerra. No porque el Congreso la haya declarado, no porque los ciudadanos estuvieran listos para ella, ni porque hubiera un enemigo claramente identificable o porque tuviéramos claros los términos de su rendición. Nada indicaba que debiera llamársele así, pero hoy la hemos convocado y la guerra está ya entre nosotros, con todas sus atrocidades.

Tuvimos mucho tiempo y ejemplos para no repetir los errores de otros países. Pero ni la evidente inutilidad de la campaña reaganiana contra las drogas ni la tragedia colombiana parecen habernos servido para pensar otra manera de responder a la cuestión, y seguimos hablando de La Guerra Contra Las Drogas como si éstas fueran a amedrentarse con redadas o dejaran de existir si militarizamos las calles. Las drogas no son un enemigo al que se le pueda hacer capitular, no son un ejército negociando un armisticio; son un placebo que, inofensivo o letal, las sociedades modernas hemos incorporado a nuestras vidas por decisión propia.

Aunque sea un eufemismo la “Guerra contra las Drogas”, no es uno que, como suele suceder con el lenguaje de los políticos, se disuelva apenas es pronunciado. La definición del enemigo tiene consecuencias concretas: según el gobierno éste es un enemigo en estado de pureza, tan perfectamente identificable que en teoría puede ser atacado con precisión quirúrgica, con una incisión sangrienta pero efectiva. Así, la opción militar ha eludido el hecho de que el narcotráfico es un asunto de salud pública, de control sobre las prácticas comerciales y, finalmente, de responsabilidad personal. El problema no se va a resolver matando al enemigo, el fenómeno no va a desaparecer encerrando campesinos orillados al cultivo de estupefacientes o policías que hacen lo que les han ordenado sus superiores. En todo caso, el enemigo está en el mercado de trabajo, en los medios de comunicación y en las instituciones financieras; y a este enemigo lo construimos también con nuestros hábitos de consumo y con nuestra manera de lidiar con el ocio y el trabajo.

La cuestión del narcotráfico era uno de los mayores retos de nuestro tiempo; exigía fuerza pero sobre todo inteligencia para comprender hasta dónde las drogas habían dejado de ser un mero vicio para constituirse como un insumo omnipresente en nuestra sociedad. Pero la urgencia por la solución militar simplificó el problema y la simplificación ha traído consecuencias horrorosas. Hasta la primera semana de octubre, y sólo contando a partir del primer día de 2008, 3,384 personas han sido asesinadas en México en el contexto de esta campaña (la cifra ya ha rebasado las 5000 víctimas, al 4 de diciembre, según El Universal).

Una vez que se declara la guerra nadie puede suponer que controla la violencia. Las instituciones y sus enemigos empiezan a operar de una manera excepcional para la que la población no está preparada. No hemos tenido a un Churchill diciéndonos cómo cambiará nuestra vida cotidiana, nadie nos ha dicho cuáles son las reglas de esta guerra, no hemos visto a una misión de la Cruz Roja estableciendo una tregua. Pero los sicarios sí entendieron el mensaje y operan bajo la premisa de que la guerra la gana el más violento; y los soldados sí recibieron órdenes precisas al iniciar la campaña. Y en medio de estos ejércitos interpretando el eufemismo están los ciudadanos: los parroquianos que son sacados a rastras de un restorán porque alguien se equivocó al ponerles el dedo; el borracho que se pasa un retén sin sospechar que ésa será la última imprudencia de su vida, porque nadie nunca le dijo que pasarse un retén era un delito que merecía pena de muerte. Sicarios que decapitan albañiles, vecinos que delatan a vecinos súbitamente sospechosos, agentes policiales a los que los nervios le han aflojado el gatillo. Nadie, nunca, declaró el estado de sitio, y de pronto tenemos que aprender a vivir así por nuestra cuenta.

Pero aún más grave -si es que hay algo más grave que la muerte de miles de personas- es el estado moral que esta guerra, como todas, ha producido. La deshumanización, el desprecio por la vida del otro, la normalidad con que comenzamos a aceptar las masacres. En un país en el que, se dice, noventa por ciento de la población es católica, todos los días hay buenas conciencias afirmando con alivio: mientras la matanza sea «entre ellos» no hay problema. Como si no muriera gente que sólo pasaba por ahí, como si no murieran policías honestos que arriesgan su vida por un sueldo mísero, como si no ejecutaran a campesinos empujados al cultivo de enervantes a punta de amenazas o para tener lo mínimo qué comer; como si, finalmente, sea cual sea su delito, no sean seres humanos todos los muertos. El discurso maniqueo ha hecho surgir una convicción sorprendente: la de que esos enemigos, esos que deben ser extraditados, esos que son malos de pureza malvada, malos de maldad pura, esos, sostienen las buenas conciencias, esos son justos y sabios. Cada vez que una de estas buenas conciencias dice: “Si lo decapitaron es porque algo habrá hecho” está afirmando una cosa que nadie diría de las instituciones judiciales: que los sicarios matan sólo a quien se lo merece, que los asesinos a sueldo del narco no se equivocan, que los matarifes, los que meten balazos en la nuca, los que torturan a nuestros prójimos hasta la muerte, los que decapitan cotidianamente a decenas de personas, hacen lo que hacen tras un proceso justo y aplican la pena precisa: “seguro que hizo algo para merecerlo”. Las buenas conciencias.

Es la locura. Locura colectiva generada por los cárteles y socializada por un gobierno inepto e irresponsable, que llegó al poder por la puerta de atrás y se comporta como si no tuviera obligación de garantizar la vida de los ciudadanos. “¿Para qué?” será que se preguntan nuestros gobernantes, “si más del sesenta por ciento de estos mugrosos votó en contra nuestra. ¿Qué les debemos?”

¿Cómo salir de la locura? No a punta de electroshocks, que ha sido la única estrategia, y que ni ha retirado la droga de las calles (la encarece por unas semanas, luego el suministro se normaliza), ni ha pacificado al país. No encarcelando más y más policías como si un día fuéramos a encerrar a todos los corruptos y sólo quedaran en las calles los que nos defenderán efectivamente. Lo único que puede salvarnos es el capitalismo. Paradójicamente, hoy que parece colapsar. El verdadero capitalismo, no el especulativo, no el que protege de la competencia a los grandes empresarios subsidiando sus errores, sino el mercado puro y duro.

¿Quieren modernizar nuestra economía? ¿Tienen urgencia los organismos internacionales por que terminemos de integrarnos al mercado global? Tomémosles la palabra. Regularicemos nuestro segundo negocio más lucrativo. Dejemos de reprochar a los estadounidenses que no acaban con la demanda de drogas. Eso es lo suyo: demandar productos y pagarlos bien. Vendámoselos sin culpa. Hagámoslo hoy; que se atrevan a cuestionar una ampliación del mercado cuando ellos están implantando el socialismo corporativo. Hagámoslo ya, asumamos la legítima defensa de nuestros intereses, eliminemos el pretexto de la violencia, el espacio para la corrupción, la doble moral. Es la mejor oportunidad que tendrá el gobierno mexicano para dar un paso histórico y comenzar a demostrar que, más allá de partidismos, su prioridad es la vida de los ciudadanos.

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