El mundo debe saber que México es una República moribunda, herida, que sangra por todos lados. Pero también que aquí existe una inmensa mayoría que «estamos hasta la madre” de la violencia que, en general, es la consecuencia de casi un siglo de degradación política y cultural.
Aquí, las balas del narcotráfico se combaten con otras balas federales, y en medio, en tanto, nosotros luchamos para que no nos termine de llevar la chingada. Por eso, la segunda marcha por la paz y contra la “guerra” (perdida) del Gobierno Federal hacia el crimen organizado convocada por el poeta Javier Sicilia, llama a reconocer que estamos ante la última oportunidad de salvar la Nación. Porque todos los días nos matan a los vecinos, a la familia, al camarada. Porque cada día nos matan, y al Presidente parece valerle madre. De modo que si algo se ha de lograr para parar la masacre, será posible desde la voz harta de la ciudadanía. Y que sobre el tema, de por sí jodido, se están diciendo muchas mentiras con tal de tener al Ejército en las calles. Y que sobre la estupidez, el radicalismo. Porque el activismo que ha cubierto esta causa justa y necesaria le ha advertido al Gobierno que si no para de inmediato el derramamiento de sangre, producido en buena medida por la impunidad y corrupción con la que actúa el sistema judicial y militar, habrá resistencia civil, y de por medio, la caída de Felipe Calderón.
Por la paz, habrá muy pocos que no apuesten en México. Los abuelos miran sorprendidos la degradación de los esquemas sociales y culturales que se dieron por sentados en el siglo XX. Pero la tierra se revolvió y brotaron frutos amargos. Ahora ellos son los primeros en preguntarse ¿Qué carajo le pasó al país?
Hay días de miedo y frustración. De pronto, una noche tranquila puede ser cubierta de fuego. Si acaso sólo nos tiene aquí el patriotismo. Si acaso la esperanza…
Pero, ¿esperanza? ¿¡Esperanza!? ¿Quién tiene esperanza en el fondo de ésta nación carcomida? Javier Sicilia, tal vez. Mi corazón, los recuerdos… Pero vuelvo la cara a la calle, y ahí la realidad me golpea. Cunde la miseria. Nos agobia la desesperación. La vida se diluye en un plato de sopa que fue comprado a cambio de la dignidad. Y ahí queda mi esperanza. Tendida en la banqueta junto al cuerpo humillado de una víctima y en los ojos perplejos de los hijos. Ese es ahora mi País. Y si este movimiento por la paz no es capaz de recuperarlo, entonces, sí, no lo ha de salvar ni la esperanza.
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