La puerta reservada para el ingreso del candidato único, Enrique Peña Nieto, súbitamente fue abierta y, catapultados, aparecieron varios hombres corpulentos ataviados con chamarras rojas que abrían paso como si detrás de ellos viniera el hombre más importante del priismo.
El auditorio Plutarco Elías Calles de la sede nacional del PRI lucía, como antaño, repleto. Eran las 11:40 horas de una fría y lluviosa mañana de domingo.
Tras los hombres corpulentos surgió una nube gris de personajes trajeados que se movían lentamente.
Sonoros, gozosos, zalameros, irrumpieron los aplausos. Pero, disipada la nube, no emergió Peña Nieto, sino Arturo Montiel, el último priista mexiquense que quiso ser Presidente y cayó de la gracia del partido por la extensa cola que todos le pisaban.
Entre la espontánea ovación, Montiel aprovechó para saludar, sin asomo de sonrojo, a Jorge de la Vega, de 80 años, quien, como presidente del PRI, le prometió 20 millones de votos a Carlos Salinas para darle menos de la mitad, y a Humberto Roque, de 68 años, otro ex líder tricolor, éste famoso por su obscena coreografía a la hora de aprobar el IVA.
También extendió la mano a Emilio Gamboa, secretario particular de la Presidencia hace 30 años, con Miguel de la Madrid, y hoy líder de la CNOP; a Ignacio Pichardo, otro ex presidente del PRI, ahora de 76 años, y al ex Gobernador del Estado de México Alfredo Baranda, de 67. Todos estaban en primera fila.
Montiel, de 68 años, parecía el padrino de la fiesta o, por lo menos, el testigo de honor.
Era el registro de la candidatura de su pupilo, Enrique Peña Nieto, quien arribó tres minutos después del mediodía con su esposa, la actriz Angélica Rivera, y sus hijos y precedido de la misma escena: un grupo de guardias de seguridad ataviados de rojo que, tras aventar la puerta, desencadenaron, ahora sí, el estruendo de los gritos: «¡Se ve, se siente: Peña, Presidente!».
El PRI de siempre con Montiel como emblema y amuleto.
El líder de la CTM, Joaquín Gamboa Pascoe, nacido en 1927, era de los más felices.
«Estamos todos muy contentos. Tendrá todo mi apoyo», dijo.
Peña Nieto, de tan sólo 45 años, solicitó su registro ante un auditorio que le rindió pleitesía.
Luego salió a la explanada de la sede nacional priista, donde miles de militantes traídos en decenas de camiones, principalmente del Edomex, lo esperaban.
«El PRI está más vivo que nunca. En todo el País comienza a soplar un viento de cambio y esperanza.
La esperanza de que un PRI fuerte y democrático recupere la grandeza de México», arengó Peña Nieto.
Y luego se comprometió, como candidato, a cuidar la unidad del partido.
Peña ya estaba registrado.
Enrique Peña Nieto bajó tres escalones y encontró de frente a la fuerza viva del priismo. De las butacas del auditorio «Plutarco Elías Calles», en la sede nacional del PRI, tronaban los aplausos y los vítores, «se ve, se siente, Enrique Presidente», y el aclamado alzaba los brazos a la vieja usanza, a media altura, con las palmas viendo a sus ojos agitándolos suavemente como si cargara un arcón de Navidad y le sacudiera el polvo.
Recién había recibido su constancia de registro de inscripción como precandidato del PRI a la Presidencia de la República y no obstante lo preliminar del trámite, aquello parecía el ungimiento del Tlatoani.
Ignacio Pichardo, presidente del PRI en la última campaña victoriosa del priismo por la Presidencia de la República, hace 16 años, fue el primero en estrechar la mano del prerregistrado.
Después César Camacho, el Gobernador más joven del Estado de México.
Luego el sello de la casa: Peña se topó con Arturo Montiel, a quien le dio una palmada en el antebrazo izquierdo como se saluda a los amigos y a los cómplices.
Arturo Montiel, de traje gris, gris rata, como su cabello teñido con timidez para disimular las canas; gris como su trayectoria, gris todo, pero en ese momento del saludo afectuoso de su pupilo, es reivindicado como el talismán de la fiesta.
Se trata del registro del primer mexiquense con más posibilidades de llegar a la Presidencia de la República en el último medio siglo.
Ni Carlos Hank, quien nunca pudo por el artículo 82, ni Alfredo del Mazo, eliminado en la liguilla por Carlos Salinas, ni el mismísimo Montiel, derrumbado con un obús de «fuego amigo» que le sacó sus malas cuentas al sol.
Hace cuántos años que este entusiasmo no se veía en el auditorio priista.
Dicen los que saben que desde que Luis Donaldo Colosio fue candidato no había algo igual.
Y pues sí. Ahí están los mismos de entonces. Jorge de la Vega Domínguez, 80 años lo contemplan, Pichardo, de 76 años; Joaquín Gamboa Pascoe, de 84 años de edad.
La doctora Abigail López, con casi 5 años en el servicio médico del PRI, va y viene con su bata blanca, su sonrisa fresca, su estetoscopio al hombro, abriéndose paso entre la multitud.
No vaya a ser la de malas.
Su reporte hasta el mediodía es «saldo blanco», y advierte que para lo que se ofrezca tienen un médico intensivista en una ambulancia, dos médicos familiares y una ambulancia de terapia intensiva.
Pero hoy el PRI no parece estar para terapia intensiva. Hoy, a los priistas les volvió la sonrisa y la respiración. Caminan con el pecho erguido y se saludan como antaño, con la mirada altiva y abrazos que estrujan.
El nuevo PRI, empero, tiene sus convulsiones. El doctor Marco Antonio Rodríguez, médico «urgenciólogo» del Hospital Dalinde, reporta que en la carpa blanca VIP donde reposaban los gobernadores antes del mitin, un mandatario casi se desmaya.
Era Roberto Borge, quien es tres veces más joven que Gamboa Pascoe pero que trae la presión tres veces más alta que el cetemista.
«El Gobernador de Quintana Roo se mareó y ya se le aplicaron algunos calmantes. Traía la presión un poco alta, 140 sobre 90», explica el galeno Rodríguez en el segundo parte médico del día.
***
Peña Nieto sale a la explanada donde está montado un fastuoso escenario con tres templetes.
El central para el CEN priista, los gobernadores, los invitados, y dos laterales para legisladores y, sinceramente, para los que no cupieron en el templete central.
Las tres tarimas sudan dirigentes.
El tumulto habla. Y abajo, miles de entumidos militantes por la gélida mañana, traídos de los confines mexiquenses o de tierras veracruzanas, de Morelos, Querétaro, de Jalisco y de Michoacán, agitan sus brazos y sacuden la modorra.
Peña hace una pasarela y saluda las manos anónimas de quien se deje.
Luego es llamado a decir su discurso, que dura 20 minutos repleto de grandes ideas: «El PRI es un partido con historia e ideas de futuro»; «nuestra razón de ser se encuentra en la capacidad para transformar la calidad de vida en la que viven los mexicanos» (sic); «aspiro a la candidatura presidencial para que juntos alcancemos un objetivo muy claro: hacer de México el gran País que todos soñamos»; «los priistas tenemos una cita con la historia».
Y asegura: «En todo el País comienza a soplar un viento de cambio y esperanza. La esperanza de que un PRI fuerte y democrático recupere la grandeza de México». Hay aplausos.
Abajo, la fuerza mexiquense no guarda las formas sino que las exhibe.
El equipo de seguridad con chamarras rojas toma todo el control. Agitan las vallas metálicas, cierran el paso, desplazan a los asistentes.
Los mexiquenses llegaron ya. Ellos trajeron las mil 200 vallas blancas metálicas en tres tráileres, a los centenares de vigías que con sus modos hacen palidecer al Estado Mayor Presidencial, a los miles y miles de simpatizantes, las decenas de mantas colocadas alrededor del edificio del PRI y en su interior, el sonido, el templete y, bueno, trajeron hasta el candidato único con todo y su museo itinerante: Montiel, Pichardo, Del Mazo, Alfredo Baranda.
Manlio Fabio Beltrones no vino. Peña le dedicó una línea de agradecimiento en su discurso, pero en el ambiente, no obstante la enjundia y el delirio, se respira la tensión del encono entre los grupos.
***
Fornido, con una sudadera en la cabeza y un tambor en la panza, Gibrán Montelongo, un albañil venido de la colonia Loma Bonita de Aguascalientes, le surte duro a la percusión cada que Peña hace una pausa o provoca algunos aplausos.
Gibrán provoca la mayor sonoridad del mitin. Ni los silbatos de los ferrocarrileros, ahora apáticos u olvidados, ni las porras de Naucalpan, ni los gritos de Veracruz, que no trajo batucada, sino el rítmico golpeteo del albañil de 20 años de edad, escandalizan y animan.
Gibrán no para de golpear.
Al ritmo de la mundialmente famosa «Pelea de Gallos», de Juan S. Garrido, los jóvenes hidrocálidos que le acompañan adaptan la consigna.
«Ay, fiesta bonita/ cantan los priistas/ con todas sus fuerzas/ ¡Viva Peña Nieto!/ que es un gallo muy chingoooooón».
Fuente: Roberto Zamarripa / REFORMA