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jueves, marzo 28, 2024

Columna: Espiritualidad de la Cuarta República

Permítanme compartirles las más recientes reflexiones de Jon Sobrino, teólogo católico latinoamericano «llamado a juicio» desde Roma por sus escritos y por ser uno de los impulsores de la llamada «Cristología de la Liberación». Espero que proporcionará una visión de la fe cristiana «desde abajo» y no «desde arriba», en concordancia plena con la filosofía del Movimiento en México que busca construir la IV República…

Por diacono Alvaro Sierra Mayer / Desde abajo

BAJAR DE LA CRUZ A LOS POBRES

«Dios» y «pueblo sufriente» son realidades últimas, como nos lo acaba de recordar don Pedro Casaldáliga: «todo es relativo menos Dios y el hambre». Y no son últimas y absolutas cada una de ellas por separado, sino en relación la una con la otra, en lo que creo que consiste la originalidad de nuestra fe. Grande es la tentación de separarlas o de mantenerlas a una distancia prudencial. Pero, aunque lo intentemos, no es fácil. «Lo que Dios ha unido» -y lo ha hecho uniéndose Él mismo a los pobres, débiles, sufrientes- «no lo separa el hombre a su antojo». El espíritu de esa teología sigue siendo inspiración: que los indígenas, Africa sobre todo, no mueran de olvido y de silencio, que no se ceda en la defensa de los derechos humanos y de la pobre madre tierra. Y baste recordar a la pléyade de mártires muy recientes, que han encontrado un lugar central en esa teología. Su espíritu inspira la fe en un Dios de los pobres, y mueve al seguimiento de su Hijo, «quien no se avergüenza de llamarlos hermanos». En el juicio cualificado de Leonardo Boff, «esta teología está viva en todas las Iglesias que tomaron en serio la opción por los pobres, contra la pobreza, y en favor de la vida y de la libertad»…

Pobres son los que no dan por supuesto, como algo normal, tener vida, por lo cual yo no soy uno de ellos, pues sí doy la vida por supuesto. Pobres son los que tienen a (casi) todos los poderes de este mundo en su contra, la dimensión dialéctica que se decía antes, con lo cual por su mera existencia son una pregunta de si estoy en su favor o en su contra. Pobres son los que no tienen nombre: las ochocientas mil personas de Kibera, hacinadas, prácticamente sin letrinas. Pobres son, permítaseme decir una aparente tontería, los que no tienen calendario: nadie sabe qué es el 7 0, aunque sí saben lo que es el 11 S. El 7 O es el 7 de octubre, día en que las democracias bombardearon Afganistán como respuesta al 11 S. Sin nombre y sin calendario los pobres no tienen existencia. No son. Con ello, me preguntan qué palabra digo y no digo para que sean. Pero los pobres sí son. En ellos resplandece un gran misterio: su «santidad primordial». Y con temor y temblor he escrito «extra pauperes nulla salus» («fuera de los pobres no hay salvaciòn»). Traen salvación.

Todo lo dicho puede ser debatido, por supuesto. En lo que quiero insistir es en que, al menos en una teología cristiana, no podemos despachar a los pobres de un plumazo, ciertamente, pero tampoco podemos hacerlos pasar a segundo plano, aunque fuese tan noble y necesario como el del comportamiento ético con ellos. Y la razón ya la he dicho: en ellos se hace presente un misterio. Ofrecen una mystagogía para introducirnos en el misterio de Dios. Y a la inversa, desde el Theos, nos acercaremos mejor a su misterio.

Monseñor Romero conocía la sentencia de Ireneo «Gloria Dei vivens homo» («la Gloria de Dios se hace presente en el hombre»), y semanas antes de su asesinato la reformuló de esta manera: «Gloria Dei vivens pauper» («la Gloria de Dios se hace presente en el pobre»). La consecuencia es, aunque suene imperdonablemente abstracta, que «pobres son aquellos que, viviendo, son la gloria de Dios». Dicho en lenguaje más entrañable, Dios sale de sí mismo con gozo, se alegra, cuando ve que estos millones de seres humanos empobrecidos, despreciados, ignorados, desaparecidos y asesinados, respiran, comen y danzan, viven unos con otros, nos dan la mano a quienes no somos pobres, perdonan incluso a quienes los han oprimido por siglos. Confían en Dios como padre y madre amorosa, y se alegran de su hermano Jesús.

Lo que queremos decir con esto es que el «gloria Dei vivens pauper» es una sentencia de un cristiano, obispo y mártir, tan excelsa como las de Ireneo o de Agustín. Y se entronca en una tradición mayor que atraviesa la Escritura y la historia de la Iglesia: la tradición de la dignidad de los pobres. Los pobres tienen a su favor a Mateo 25, pues con ellos se ha querido identificar Cristo de manera especial. En la Edad Media eran llamados «vicarios de Cristo». Puebla dice de ellos que Dios, independientemente de su situación personal y moral, los «defiende y los ama», y por ese orden. Y cuando hay que «defender» a alguien, es que hay enemigos al acecho. En este caso, los ídolos de la riqueza y el poder, sobre todo, como analiza Puebla. Los pobres nos hablan de «la lucha de los dioses».

En el dibujo de Maximino los pobres, hombres y mujeres, cuelgan de una cruz. No es ésa metáfora de economistas, ni «pueblo crucificado» es lenguaje políticamente correcto. Colgar de la cruz puede ser lenguaje del arte. Y entre nosotros, no en todas partes, es también lenguaje de teólogos y teólogas. Pobres son los empobrecidos, y muchos de ellos mueren -lenta o violentamente- por serlo. De hambre mueren cien mil personas al día, y cada siete segundos un niño de menos de diez años. Y como el hambre puede ser superada, «un niño que muere de hambre hoy, muere asesinado». Lo dice Jean Ziegler, relator de la ONU para la alimentación.

La cruz es, pues, todo menos metáfora. Significa muerte y crueldad, a lo que la cruz de Jesús añade inocencia e indefensión. A los teólogos cristianos la cruz nos remite a Jesús de Nazaret. El es el crucificado. Por eso, al llamar a los pobres de este mundo pueblo crucificado se les saca del anonimato, y además se les otorga máxima dignidad. «Ustedes son el divino traspasado», dijo Monseñor Romero, a campesinos aterrorizados, sobrevivientes de la masacre de Aguilares. «El pueblo crucificado» es siempre «el» signo de los tiempos, escribió Ellacuría.

Y en el título también se dice lo que hay que hacer con ellos: «bajarlos de la cruz». San Ignacio de Loyola -celebramos ahora 450 años de su muerte- pedía al ejercitante que se reconocía como pecador que se hiciese tres preguntas ante el crucificado: «qué he hecho, qué hago y qué voy a hacer por Cristo». Entre nosotros – historizando esta tradición- nos preguntamos «qué hemos hecho para que nuestros pueblos estén crucificados, qué hacemos para bajarlos de la cruz y qué vamos a hacer para resucitarlos». No hay aquí hybris de ninguna especie. Hay reconocimiento de nuestro pecado, hay expresión humilde de conversión y hay decisión, agradecida, de salvar. En filosofía a esto se llama «encargarse de la realidad». En teología expresa «la misión de los cristianos», la praxis.

Y hay que añadir algo más importante y más olvidado. Bajarlos de la cruz no es sólo compasión, opción por los pobres. Es devolver a ellos un poco de lo que ellos nos dan. Sin saberlo, por lo que son y muchas veces por los valores que poseen, nos salvan, nos humanizan, nos perdonan. Al cargar nosotros con su realidad, una pesada cruz, nos sentimos cargados por ellos. Son bendición.

La última palabra de la portada es «liberación». Se puede hablar también de «salvación» y «redención». Y cada vez me inclino más por hablar de «humanización». Cada una de ellas tiene matices diferentes, pero todas ellas apuntan a algo fundamental: la realidad en que vivimos necesita una solución urgente y nada fácil. Así lo dijo Ignacio Ellacuría el 6 de noviembre de 1989, diez antes de ser asesinado: «Lo que en otra ocasión he llamado el análisis coprohistórico, es decir, el estudio de las heces de nuestra civilización, parece mostrar que esta civilización está gravemente enferma y que, para evitar un desenlace fatídico y fatal, es necesario intentar cambiarla desde dentro de sí misma […] Sólo utópica y esperanzadamente uno puede creer y tener ánimos para intentar con todos los pobres y oprimidos del mundo revertir la historia, subvertirla y lanzarla en otra dirección».

No todos tienen por qué compartir este análisis, en lo que tiene de sombrío, ni en la solución, en lo que tiene de escandaloso. Pero bueno será saber qué es lo que hay que hacer, al menos cuál es la opción realmente fundamental de la Iglesia. En su discurso de Lovaina Monseñor Romero habló de esa opción en forma de elección. Y la formuló así: «Estar en favor de la vida o de la muerte. Con gran claridad vemos que en esto no hay posible neutralidad. O servimos a la vida de los salvadoreños o somos cómplices de su muerte».

Una Iglesia que se decide por esa opción no sólo es pueblo de Dios. Entre nosotros ha sido una gloriosa Iglesia de mártires. Y así lleva a plenitud lo que en el concilio sólo quedó incoado en las palabras del Cardenal Lercaro y de Juan XXIII: «la Iglesia de los pobres». Así lo dijo Monseñor Romero la noche de navidad de 1978: «La Iglesia se predica desde los pobres, y no nos avergonzamos nunca de decir la Iglesia de los pobres, porque entre los pobres quiso poner Cristo su cátedra de redención».

La cristología de la liberación tiene que tratar muchos otros temas, pero debe aportar, importantemente, a la creación de esa Iglesia. Y con ello superará también algunos demonios de nuestro tiempo, en la sociedad y en las iglesias. Esos son el docetismo -vivir en irrealidad, vivir en la abundancia y la pompa en un mundo que se muere de hambre-, el gnosticismo -buscar salvación en lo esotérico, y no en el seguimiento de Jesús-, una fe y una liturgia light, cuando lo que exige la realidad es una fe recia. Y a la inversa, dicho en palabras fuertes, que la cristología no ayude, aun sin pretenderlo, a que ante el Cristo que se ha hecho presente en nuestro mundo latinoamericano, como en un ingente Mateo 25, le digamos como el gran inquisidor: «Señor, no vuelvas». Nuestra esperanza es otra. Que el Cristo de Medellín regrese y se quede en este continente. Que se nos aparezca con muchos otros testigos, de las iglesias y de las religiones. Y que le conozcamos mejor, para más amarlo y seguirlo.

Jon Sobrino, 30 de abril, 2007

Fragmentos de su Epílogo al libro digital «Bajar de la cruz a los pobres» (Cristología de la Liberación)

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