En Huejutla, las tragedias no solo suceden: se repiten. Un joven motociclista ha muerto tras un accidente en pleno bulevar, y no fue solo la velocidad, ni la maniobra imprudente de otro conductor, lo que selló su destino. Fue el vacío institucional, el silencio operativo, la ignorancia convertida en protocolo.
¿Quién asiste al herido cuando el uniforme solo sirve para acordonar? ¿Quién sostiene la vida cuando el Municipio no sabe ni dónde poner las manos?
Hace apenas unos meses, un hombre en situación de calle falleció en la banqueta, a la vista de todos y bajo el amparo de nadie. Hoy, un joven repartidor —uno de tantos que llevan el sustento en dos ruedas— se desploma tras un choque, y mientras la vida se le escapa entre convulsiones y asfalto caliente, la autoridad se limita a mirar y aislar.
El uniforme no debería ser una barrera, ni el cordón amarillo una excusa para no actuar. La primera respuesta salva vidas… o las condena. ¿Dónde están los cursos de primeros auxilios? ¿Quién entrena a la policía municipal para no ser solo testigo de la muerte?
Pero no es solo un tema de capacitación. Es de sensibilidad, de presencia ética, de humanidad. Porque nadie merece morir rodeado de espectadores con placa.
El Municipio no puede seguir delegando su responsabilidad a la espera de la ambulancia. Porque la muerte no da tregua, y el dolor que no se atiende, se convierte en memoria que arde.
Y entonces, la pregunta arde más que el pavimento:
¿De qué sirven los homenajes, los discursos, el histrionismo y las selfies oficiales en un magno evento ante cámaras y reflectores, si cuando un ciudadano de a pie se debate entre la vida y la muerte en plena vía pública… nadie sabe, nadie actúa, nadie está?
Porque los reflectores no salvan vidas.
Y Huejutla no necesita más espectáculos… necesita respuestas.