Mientras se desinfla la extrema derecha , estas elecciones presidenciales francesas podrían demostrar que, en una Europa desorientada y en crisis, sigue viva la esperanza de construir un mundo mejor. El izquierdista Jean-Luc Mélenchon da una nueva esperanza a las clases trabajadoras, a los militantes veteranos y a la multitud de los jóvenes indignados. Es también una respuesta a una democracia en crisis donde muchos ciudadanos ya no creen en la política ni en el ritual de las elecciones.
por Ignacio Ramonet
La elección presidencial es, en Francia, “la madre de todas las votaciones” y el punto incandescente del debate político. Tiene lugar cada cinco años. Es un sufragio universal directo a dos vueltas. En principio, cualquier ciudadano francés se puede presentar a la primera vuelta, que tiene lugar esta vez el 22 de abril. Aunque debe cumplir una serie de requisitos. Entre ellos, contar con el apoyo de 500 cargos electos de al menos 30 departamentos (provincias) distintos. Si ningún candidato obtiene mayoría absoluta (más del 50{9e1ff1bee482479b0e6a5b7d2dbfa2de64375fcf440968ef30dd3faadb220ffd} de los votos), se impone una segunda vuelta dos semanas después. Desde la instauración de la Quinta República en 1958, siempre ha habido una segunda vuelta. A ella acceden tan sólo los dos candidados que encabezan el primer turno. O sea, habrá que esperar hasta el próximo 6 de mayo para conocer el resultado. Entre tanto, toda la vida política gira en torno a ese acontecimiento central.
Por el momento, nadie tiene la partida ganada, aunque –según todas las encuestas– la final parece que se jugará entre dos candidatos: el presidente conservador saliente Nicolas Sarkozy, y el líder socialista, François Hollande. Pero quedan todavía varias semanas de campaña en las que muchas cosas pueden ocurrir. Y además, un tercio de los electores no ha decidido aún por quién votará…
Los debates se desarrollan en un contexto marcado por dos fenómenos principales: 1) la mayor crisis económica y social que Francia ha conocido en los últimos decenios; 2) una creciente desconfianza hacia el funcionamiento de la democracia representativa.
La Constitución sólo autoriza dos mandatos consecutivos. El presidente Sarkozy se declaró oficialmente el 15 de febrero pasado candidato a su propia sucesión. Desde entonces la poderosa maquinaria de su partido, la Unión por un Movimiento Popular (UMP), se ha puesto briosamente en marcha. Y ha conseguido que todos los demás candidatos de la derecha (excepto el soberanista Nicolas Dupont-Aignan) se retiren de la contienda para dejarle como único representante de la corriente conservadora. La batalla sin embargo no será fácil. Todas las encuestas lo dan por derrotado en la segunda vuelta frente al candidato socialdemócrata François Hollande.
Sarkozy se ha vuelto muy impopular. En el extranjero, muchas personas no lo conciben porque únicamente perciben su imagen de líder internacional enérgico dirigiendo, junto con Angela Merkel, las Cumbres europeas o las del G-20. Además, en 2011, asumió también una postura de jefe militar y consiguió ganar dos guerras, en Costa de Marfil y en Libia. Por otra parte, en el aspecto del “glamour”, su matrimonio con la célebre ex modelo Carla Bruni, con quien acaba de tener una niña, contribuye a hacer de él un actor permanente de la prensa del corazón. De ahí la perplejidad de la opinión pública extranjera ante su eventual derrota electoral.
Pero hay que tener en cuenta, en primer lugar, un principio político casi universal: no se ganan unas elecciones gracias a un buen balance de política exterior, por excelente que sea. El ejemplo histórico más conocido es el de Winston Churchill, el “viejo león” británico vencedor de la Segunda Guerra Mundial y derrotado en las elecciones de 1945… O el de Richard Nixon, el presidente estadounidense que puso fin a la guerra de Vietnam y reconoció a China popular, pero se vio obligado a dimitir para no ser destituido… Hay que añadir que otra ley parece haberse establecido en Europa estos últimos años en el contexto de la crisis: ningún gobierno saliente ha sido reelegido.
En segundo lugar, está el balance de su mandato, que es execrable. Además de los numerosos escándalos en los que se ha visto envuelto, Sarkozy ha sido el “presidente de los ricos” a quienes ha hecho regalos fiscales inauditos, mientras sacrificaba a las clases medias y desmantelaba el Estado del bienestar. Esa actitud ha alimentado las críticas de los ciudadanos que, poco a poco, se han visto engullidos por las dificultades: pérdida de empleo, reducción del número de funcionarios, retraso de la edad de jubilación, aumento del coste de la vida… No cumplió sus promesas. Y la decepción de los franceses se amplificó.
Sarkozy cometió también garrafales errores de comunicación. La noche misma de su elección en 2007 se exhibió en un célebre restaurante parisino de los Campos Elíseos festejándolo sin complejos en compañía de un puñado de multimillonarios. Aquella interminable juerga en el Fouquet’s quedó como el símbolo de la vulgaridad y la ostentación de su mandato. Los franceses no lo han olvidado y muchos de sus propios electores modestos jamás se lo perdonaron.
Con su hiperactivismo, su voluntad de estar presente en todas partes y de decidirlo todo, Sarkozy ha olvidado una regla fundamental de la Quinta República: el Presidente –que posee más poder que cualquier otro jefe de Ejecutivo de las grandes democracias mundiales– debe saber guardar las distancias. Dosificar con prudencia sus intervenciones públicas. Ser el señor de la penumbra. No quemarse por exceso de sobreexposición. Y es lo que le ha pasado. Su hipervisibilidad desgastó pronto su autoridad, y lo ha convertido en su propia caricatura, la de un dirigente permanentemente acalorado, impetuoso, excitado…
Ni una sola encuesta, hasta ahora, lo da como vencedor de estas elecciones. Pero Sarkozy es un guerrero dispuesto a todo. Y también, a veces, un golfo sin escrúpulos, capaz de actuar como un auténtico aventurero. De tal modo que, desde que se lanzó a la campaña el mes pasado, con un descaro monumental no ha dudado en presentarse –él, que ha sido el “presidente de los ricos”– como “el candidato del pueblo” esgrimiendo argumentos próximos a la xenofobia para robarle votos a la extrema derecha. No sin eficacia electoral. Y en las intenciones de voto, inmediatamente ganó varios puntos hasta conseguir situarse por encima del candidato socialista…
Éste, François Hollande, es por el momento, el claro favorito de los sondeos. Todos, sin excepción, lo dan vencedor el 6 de mayo próximo. Poco conocido en el extranjero, Hollande es considerado por sus propios electores como un burócrata por haber sido durante más de once años (1997-2008) Primer secretario del Partido socialista. Contrariamente a su ex compañera Ségolène Royal, nunca fue ministro. Y su nombramiento como candidato de los socialistas no resultó evidente. Sólo fue designado después de unas durísimas elecciones primarias en el seno de su partido (a las que, por razones harto conocidas, Dominique Strauss-Kahn, el preferido de los electores socialistas, no pudo competir).
François Hollande es un social-liberal de centro, conocido por sus habilidades de negociador y su dificultad para tomar decisiones. Se le reprocha ser demasiado blando y mantener en permanencia la confusión. Su programa económico no se distingue netamente, en el fondo, del de los conservadores. Después de haber afirmado en un discurso electoral que “el enemigo principal” eran las finanzas, se apresuró a ir a Londres a tranquilizar a los mercados recordándoles que nadie había privatizado más y liberalizado más que los socialistas franceses. En lo que respecta al euro, a la deuda soberana o a los déficits presupuestarios, Hollande –que afirma ahora querer renegociar el Pacto fiscal – está en la misma línea que otros dirigentes socialdemócratas, como Yorgos Papandreu (Grecia), José Sócrates (Portugal) y José Luis Rodríguez Zapatero (España), quienes, después de haber abjurado de sus principios y aceptado las horcas caudinas de Bruselas, fueron electoralmente expulsados del poder.
La flacidez política de François Hollande aparece aún más flagrante cuando se le compara con el candidato del Frente de Izquierda, Jean-Luc Mélenchon. Con el 14{9e1ff1bee482479b0e6a5b7d2dbfa2de64375fcf440968ef30dd3faadb220ffd} de las intenciones de voto, éste está resultando la gran revelación de estas elecciones. Sus mítines son los que reúnen al mayor número de personas, y sus discursos, verdaderos modelos de educación popular, los que levantan el mayor entusiasmo. El domingo 18 de marzo, aniversario de la revolución de la Comuna de París, consiguió movilizar a unas 120.000 personas en la plaza de la Bastilla, cosa jamás vista en los últimos cincuenta años. Todo ello debería favorecer cierto giro a la izquierda de los socialistas y de François Hollande. Aunque las diferencias de líneas son abismales.
El programa de Jean-Luc Mélenchon, resumido en un librito titulado L’Humain d’abord! (¡Primero lo humano!) del que ya se han vendido centenares de miles de ejemplares, propone, entre otras medidas: repartir la riqueza y abolir la inseguridad social; arrebatarle el poder a los bancos y a los mercados financieros; una planificación ecológica; convocar una Asamblea Constituyente para una nueva República; liberarse del Tratado de Lisboa y construir otra Europa; iniciar la desmundialización…
El entusiasmo popular que está levantando Jean-Luc Mélenchon da una nueva esperanza a las clases trabajadoras, a los militantes veteranos y a la multitud de los jóvenes indignados. Es también una respuesta a una democracia en crisis donde muchos ciudadanos ya no creen en la política ni en el ritual de las elecciones.
Mientras se desinfla la extrema derecha y fracasa la tentativa de revivirla mediante el experimento de Marine Le Pen, estas elecciones presidenciales francesas podrían demostrar que, en una Europa desorientada y en crisis, sigue viva la esperanza de construir un mundo mejor.
Fuente: Le Monde Diplomatique