El amor como lo conocemos hoy en día, es una invención cultural relativamente nueva, en comparación con toda la historia de la civilización humana. La forma de amar que hoy ejercemos, tendrá escasamente 200 años de existir.
Antes del siglo XIX, las uniones maritales en la cultura occidental nada tenían que ver con los sentimientos, ni siquiera con la atracción sexual. Cada matrimonio se arreglaba a partir de lo que convenía tanto al hombre, como a la familia de la mujer (no a la mujer por sí misma) Y desde esa época todavía nos llegan conceptos como la dote, o bien, la “tradición” de que el papá de la novia pague toda la fiesta de bodas.
En el siglo XIX se suscitaron dos acontecimientos paralelos que dieron nacimiento a la manera de amar que aún persiste: Primero, surgió el romanticismo con mucha fuerza en la cultura occidental, y trajo consigo la pasión por el sufrimiento e incluso por la muerte, a partir del descontrol emocional. En segunda, se masifica la primera ola del feminismo, en donde las mujeres conquistan el derecho a estudiar. Aún cuando se trataba de profesiones estereotipadas como la docencia y la enfermería, la sociedad patriarcal se vio en la necesidad de encontrar algún mecanismo de control para el desarrollo profesional y económico de cada vez más mujeres, y encontró en el romanticismo el control ideal:
Si quieres estudiar y trabajar, está bien, pero lo más importante es que te cases y te reproduzcas.
Tal idea parecía absurda en mujeres que comenzaban muy lentamente a tomar el control y la autonomía de sus vidas, así que, como estrategia para regresarlas al hogar, aunque fuera la mitad del tiempo, se inculcó sutilmente la idea de ellas podían elegir sus cadenas emocionales, que la gente más culta optaba por el romanticismo, no sólo en la teoría, sino en la práctica cotidiana, y que toda mujer “completa” debía tener la libertad de vivir un amor pasional, sentimentalmente incontrolable, literalmente “romántico”.
Como estrategia para regresarlas al hogar, aunque fuera la mitad del tiempo, se inculcó sutilmente la idea de ellas podían elegir sus cadenas emocionales.
A poco más de 200 años existir como hoy lo conocemos, el amor romántico se fue colando en el ideal de la humanidad en Occidente, particularmente entre las mujeres.
De la manera imperceptible como se posiciona un estilo de vida, utilizando para ello tanto la cultura como la economía, se asoció la autonomía de las mujeres con la vivencia de un “gran amor”, en donde ellas se opondrían a la idea de casarse con quien sus familias decidiera, para unirse al hombre que ellas “eligieran”, pero que debía tener la característica de hacerlas sentir “intensamente”, ergo, debía hacer que las mujeres eligieran esta manifestación de “autonomía” con el sentimiento y la pasión, no con el raciocinio.
Desde luego, que los hombres amables, con pensamiento incluyente (por pocos que pudiera haber habido en esa época, sí los había) no resultaban buenos candidatos para vivir “el verdadero amor”. Y en el caso de los hombres, dados sus privilegios patriarcales, se les permitía contextualmente vivir “el gran amor de su vida” con una mujer intensa y emocional, pero de ninguna manera sería la mujer con la que se casarían y formarían una familia, ya que su esposa debería mantener las características tradicionales de antes del amor romántico, y poseer “cualidades” que beneficiaran al hombre en cuestión, tales como la dote, la castidad, la familia de renombre, etc.
Hasta nuestros días llegan frases tan violentas como antiguas, tales como “en el corazón no se manda”, o “el corazón quiere lo que el corazón quiere”. Aunado a este pensamiento heredado, el contexto refuerza el amor romántico con canciones, melodramas, arte, y un largo etcétera, en el cual mantiene la enseñanza patriarcal hacia las mujeres de que, para que su vida esté completa, deben vivir una gran “historia de amor”, de esas que son tan intensas, en donde la violencia y el chantaje no son nada más naturalizados, sino que son vistos como algo memorable.