Eva está sentada en la orilla de la fuente de cantera que está cayéndose a pedazos, se abraza las piernas con lo cual deja adivinar que está cerrada al erotismo, al amor, a la confianza. Levanta la vista sin mirar nada, acaricia el pendiente largo de plata filigrana que Rolando le regaló en su aniversario doce. Lo frota como si quisiera sacarle una idea o un deseo. Se le desprende por la fuerza con que lo talla, resbala entre sus dedos largos y por su palma hasta llegar al piso húmedo y mohoso. Sus ojos se entornan como ensimismándola más en su sufrimiento. Se pregunta cómo será esa mujer nueva. Piensa si tendrá algo de la esencia de ella. Si sus piernas serán largas y ágiles, si su cabello será lacio. Ahora se la imagina ofreciéndole a Rolando el triángulo de su sexo y a él responderle con un abrazo suave. ¿Caminarán tomados de las manos? ¿La llevará como un estandarte como lo hacía con ella? ¿Correrán bajo la lluvia intensa, como la que constantemente los calaba a ellos en la Estación Chajul?, la reserva, territorio de él, a donde Eva nunca volverá. Se levanta y camina sin advertir que la humedad que rodea a la fuente se le ha metido por los orificios de sus sandalias, tampoco se percata de que con éstas pisa el arete, transmutándolo en un cuerpo liso incrustado en las ranuras que separan los adoquines. No puede sacarse la imagen de Rolando ni su mirada brillosa llena de la felicidad con la que expresa que existe otra. Ahora camina sin ir a ninguna parte: preferiría haberlo visto morir mil veces, entonces su dolor no sería vano, no le tendrían lastima algunos, ni sentiría el rechazo de las otras, sus amigas, quienes cuidan con celo a sus parejas.