Cada prenda tiene una historia. La de las manos que la confeccionaron, que la convirtieron en un objeto en este mundo, luego de ser un simple pedazo de tela. Las costureras son artistas del textil, pero es uno de los oficios más olvidados, más esclavizados y menos remunerados.
Este 14 de octubre se conmemora el Día Mundial de la Costurera para reconocer la labor que realizan y también las condiciones en las que lo hacen. Según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE) 2020-2023, en México, 95.1% mujeres de la industria textil trabajan en la informalidad laboral.
Las maquilas, por lo general, tienen un horario de ocho de la mañana a seis de la tarde, más horas extras, de lunes a viernes. El sábado cuenta a parte, de 8 a 2; si quieren un dinero adicional, 200 pesos.
Algunas crecimos con el ruido de la máquina de coser como una melodía que nos acompañó en la infancia, en la juventud y más allá. El sonido que hace el pie en el pedal, el del cambio de carretere, el del botón de encendido. A su lado, una silla con un cojín o una almohada para amortiguar la postura de la espalda y los lentes en los ojos de la artista textil.
Nuestras historias no fueron escritas, sino cosidas; algunas con dobladillo, otras con pespunte o con un simple remate para que nuestras madres o nuestras abuelas se aseguraran de que no nos descosiéramos cuando nos rompieran el corazón.
Piedad Vázquez comenzó en este oficio hace 45 años con una máquina de coser marca Free Westinghouse, que en 1979 le costó a su esposo 175 pesos, por ser de uso. Desde entonces, más que un objeto, ha sido una compañera, una amiga irremplazable porque hasta el día de hoy funciona. ¿Cuántos secretos le habrá contado a su máquina de coser? ¿Cuántas lágrimas habrán caído sobre ella? ¿Cuántas sonrisas al ver finalizadas las creaciones?
“Yo les hacía la ropa a mis niños. Una señora me enseñó a cortar la tela simplemente colocando la prenda sobre la tela nueva y marcándola con un gis blanco, así, sin moldes, sin conocimientos de corte y confección. Al principio, pensaba que con solo sentarme y prenderla iba a coser, y como no sucedía, pensé que no servía”.
A coser se aprende por necesidad porque en las maquilas siempre hace falta gente por una jornada laboral extensa y poco sueldo. “En esos años, en una fábrica me dieron como 100 pesos de aguinaldo un diciembre”.
Una ocasión, cuando Piedad consiguió su primer empleo como costurera tuvo que abandonarlo a los pocos meses porque sus hijos estaban solos y sin comer todo el día; pero, recuerda: “mi esposo me dijo ‘no quiero que vayas a trabajar, dice, porque qué van a decir mis amigos que no te puedo mantener’, y yo le dije ‘pero tus amigos no me vienen a preguntar qué les falta a mis niños’, nos reímos después porque él me dijo ‘con esa respuesta me tapaste el hocico’”.
La mañana del 19 de septiembre de 1985, Piedad tenía 17 minutos en su jornada laboral cuando las máquinas de coser comenzaron a chocar unas con otras. Las personas salieron proyectas hacia la nada, algunas amarraron telas para aventarse hacia abajo, otras quedaron atrapadas en la escalera, pero ella y Rosario lograron salir.
“A mí se me cayó un zapato por correr. Llegamos a nuestras casas hasta la noche, la ciudad se veía derrumbada, fue algo tremendo. Pensaba que era una película lo que estaba viendo; no lloré. A Rosario se le salían las lágrimas solitas, a mí no; pero ese susto nunca se me quitó. Durante mucho tiempo estuve muy nerviosa”.
Cuando llegó a Pachuca, al entonces ejido de Santa Julia en la década de 1980, junto a su familia y a su Free Westinghouse, Piedad se convirtió en la costurera de su colonia. Por cinco pesos le cambiaba el cierre a las chamarras y pantalones o les echaba dobladillo. Por diez pesos reducía o ampliaba las prendas.
«¿Conoces a alguien que sepa coser? Necesito arreglar tal o cual cosa», preguntaban las personas que vivían ahí. “Sí, con la señora Piedad”. Las tardes las ha pasado frente a la puerta de su casa, con el sol iluminando la máquina de coser, con los años, se le dificulta ensartar la aguja o descocer la ropa, pero no se rinde, porque ser costurera es una decisión, un oficio que se ejerce hasta el final.
Piedad es mi abuela, soy nieta de una costurera, hija de una costurera. Que algún día, la reducción del horario laboral en las maquilas sea una realidad y no una esperanza. Así vivimos las nadie, las hijas de nadie, las dueñas de nada, escribiría un tal Eduardo Galeano.