En mi colonia vive una loca. Sale por las noches a caminar con su perra y un palo en la mano. Siempre viste con ropa demasiado grande para su cuerpo. Una vez la entrevisté.
Me dijo que ella y su perra le temen a la gente y no al revés. Que a las dos las atacaron en tiempos distintos, aquí, en las calles de mi colonia; por eso la ropa holgada y el palo en la mano.
La primera víctima fue ella, la loca. Hace un par de años mientras iba rumbo al trabajo un hombre la manoseó a tal grado que incluso días después todavía le dolía el cuerpo y la dignidad. Corrió detrás del sujeto, pero se dio cuenta que a la vuelta de la esquina estaba una camioneta encendida con las puertas abiertas. La llevaba hacia allá. Detuvo su paso y lo único que hizo fue llorar de rabia, de impotencia, de vergüenza. Nadie la ayudó. Un señor incluso hasta grabó el suceso con su celular. Otra señora sólo tomó de la mano a su hijo y caminó más rápido. Apenas eran las ocho de la mañana.
Me lo contó tranquila, pero su mirada cambió cuando me dijo lo que le pasó a su perra. Incluso lloró al recordar. Otra vez sucedió en la mañana.
Salió a pasearla como siempre. Al dar vuelta en otra esquina vio a un “chamaco” como de 14 años. A lo lejos venía un perro negro al que le silbó, pero no obedeció. La loca no creía en la gente, pero en los perros sí. Tenía la creencia de que todos eran buenos y permitió que se acercara a ellas. Se equivocó…
El perro negro atacó a su perra. Ambas trataron de defenderse entre sí. Ella jalaba la correa y la mascota contra atacaba, aunque, me aseguró, nunca se compara la maña de uno callejero contra una de casa. La loca gritaba, metió sus brazos y piernas para tratar de alejarlos. El “chamaco” sólo observaba paralizado de miedo.
En un momento, el macho prensó del cuello a la hembra y la mujer gritó más y más. Tuvo un ataque de histeria, pensó lo peor. No había nada que hacer. A lo lejos escuchó una voz que le dijo “dame la correa” y ese hombre las ayudó, como siempre lo ha hecho, pero nadie más. Al lograr separarlas, la loca pateó al perro negro con todas las fuerzas que le quedaban, luego volteó y se dio cuenta que su perra sangraba del cuello, de la oreja, del lomo y no podía pisar con su pata trasera.
“Sentí un dolor muy fuerte en el pecho, me costaba trabajo respirar, como si me aplastaran. Después me llené de rabia al ver a toda la gente que estaba ahí parada observando el espectáculo, como dos seres se matan sin que les impacte. ¿Has amado a un perro? ¿Sabes de qué forma nos salvan ellos cuando llegan a nuestras vidas? Ella lo es todo para mí. Aunque la gente me diga que estoy loca. Sí lo estoy, prefiero ser una loca que una simple espectadora de la violencia”.
“Los perros nos regalan su compañía, su lealtad, su amor incondicional, nos salvan de todas las maneras posibles. Hace falta una mirada de ellos para enseñarnos a ser más tolerantes, pacientes y amigables. No todos, desde luego; algunos ya están corrompidos por esta sociedad que los lastima, los golpea, los rechaza y ellos reaccionan de igual manera. Yo ese miércoles sentí que me mataban a mi perra y no le deseo a nadie que experimente esa desesperación”.
Desde entonces y debido a que las mañanas le fallaron dos veces, sale por las noches a caminar con su perra, pero con un palo en la mano derecha a la que si le aplica la fuerza suficiente puede desmayar a cualquier. No permite que ningún perro se les acerque, del tamaño que sea, amigable o no, ninguno. Si una persona viene en la misma calle se cruza al otro lado de esta para que nadie la toque a ella. Nunca más.
―¿No crees que es demasiado radical? ―le pregunté.
―Así debe ser el autocuidado, a la gente le gusta la violencia, la tragedia, el desastre ajeno ―me dijo.
Enseguida apagué mi grabadora, fui al espejo, me miré y me convencí de que era lo correcto. Me puse mi sudadera talla extragrande que me cubre el trasero. Le coloqué la pechera a mi perra, tomé mi palo y salimos a nuestro paseo nocturno.