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viernes, julio 26, 2024

Bolsas negras en la playa: TESTIMONIO de un SOBREVIVIENTE de ACAPULCO

Mi tío Miguel Hernández Vázquez tiene 58 años y es chófer particular de un diputado. Maneja por todo el país casi sin descanso desde que tengo uso de razón. Conoce bien las carreteras pero desconocía, hasta antes del 25 de octubre, la fuerza de un huracán, la furia de Otis. Esta es una historia de lucha, resistencia y sobrevivencia.

Martes 24 de octubre.

El tío Miguel llegó a Acapulco a las nueve de la noche, junto a dos de sus patrones que asistirían a una convención minera. Pasaron a una tienda a comprar un kilo de frijoles, huevo, y agua. Anunciaban en la radio que el huracán llegaba a las 6 de la mañana del otro día. Esperaban máximo categoría dos. Se fueron a descansar; él a un departamento para trabajadores en la parte de arriba de la “casa grande”, ubicada rumbo a Pie de la Cuesta.

A las 10:30 de la noche se acostó a descansar, pero empezaron unas ráfagas de aire que abrieron una ventana. Escuchaba mucho ruido y no pudo dormir; tuvo miedo y se resguardó en una esquina durante una hora. Apenas era el inicio.

La intensidad de los vientos de aproximadamente 270 kilómetros por hora inició después de 45 minutos… aquí se le quiebra la voz:

“Me dio miedo. Me resguardé en la esquina y dije ‘hasta aquí llegamos’. Me persigné: ‘Dios mío, perdóname lo malo que me he portado y que se haga tu voluntad’; pero no me voy a quedar aquí, así que me vestí, me puse tenis, un pantalón, mi playera, mi celular y mis lentes los puse en una bolsa. Me resguardé en una cuchillita de muros esperando a ver a qué hora se caía el departamento que se cimbraba cada que venía una ráfaga y el aire metiéndose por la ventana con agua”.

Miércoles 25 de octubre.

El tío Miguel pasó esa noche sin poder dormir. Nadie fue a ver a nadie, si vivían o no. Aún no hacían el recuento de los daños, cómo había quedado la casa… Hasta las 6 de la mañana cuando bajó y recorrió la construcción en ruinas junto al velador: “pero todavía no sabíamos la magnitud del desastre en toda la zona de Acapulco. Empezamos a recoger lo que pudimos; como a las dos de la tarde salimos a buscar algo de comer, pero Acapulco estaba como zona de guerra: no se podía pasar, había lodo, agua, postes, árboles, todos los techos tirados, la mayoría de carros aplastados; la gente ya estaba saqueando todo de la tienda donde compramos la noche anterior, creo que se aprovecha de estas circunstancias porque no se llevaba comida, ni agua, sino electrodomésticos, ropa, hacía montones en la banqueta de refrigeradores, estufas, carritos del super, escaleras, todo”.

Recorrió la costera Miguel Alemán entre sillones, colchones, carros volteados, ni un anuncio quedó de pie; semáforos, ningún edificio se salvó. En el hotel Continental personas de buena fe pasaban señal y daban comida. “Al primero que le llamé fue a mi hijo, luego a mi pareja y después a mi patrón. Eran las cinco de la tarde cuando nos preguntaron ahí ‘¿Qué quieren?’ Comer, dijimos y nos regalaron huevo con totopos y agua en una charola de unicel”.

Regresó a la “Casa grande”, pero no concilió el sueño porque “el bochorno, los mosquitos y el miedo no te dejan”.

Jueves 26 de octubre.

En el tercer día continuaron la limpieza de la casa. Desayunaron un poco de café y huevos. A las seis de la tarde, frente al volante intentó salir de ese Acapulco irreconocible, pero no había paso; se congestionó la carretera de Renacimiento y tuvo que manejar entre colonias que daban miedo por la inseguridad, sin patrullas, sin policías, sin nada más que saqueos y ruinas, hasta que regresó al lugar de sus pesadillas.

Viernes 27 de octubre.

A las 4:30 de la mañana intentó salir de nuevo; a bordo llevaba a los patrones: “la gente jalaba lo poco que había quedado en las tiendas y empezaba a saquear las gasolineras, nos topamos varios retenes que detenían a los carros que llevaban mercancía, pero al fin, por una carretera de cuatro carriles, en la que los autos circulaban sólo en dos, logramos salir”.

Jueves 2 noviembre.

El tío Miguel regresó a la zona de guerra una semana después del desastre y todo seguía igual. Los militares, dijo, únicamente hacían a un lado los escombros para dar forma lo mejor posible a lo que un día fueron las calles, pero se dio cuenta que la gente no recibe la ayuda necesaria.

Vuelve a cortarse su voz y llora.

“Fue algo indescriptible, es una sensación de miedo y soledad en esos momentos. Dicen que Acapulco se va a levantar pronto, pero creo que tardará; las cifras que dan de desaparecidos y muertos no es la real porque tan sólo en el club de yates dicen que había como 500 embarcaciones y cada una tenía su propio velador o dos o tres personas adentro y todas se hundieron o las voló el aire”.

El tío Miguel llora frente a mí.

“Mi patrón me preguntó si regresaba a Acapulco y le dije que sí, uno no puede dejar de hacer su vida si de eso vive. Mi pareja me dice que no regrese, pero si vivimos pensando que nos va a pasar algo, pues no vas a hacer nada, ¿de qué vamos a vivir o comer?”. Añade: “El día que regresamos a dejar víveres fui a la playa y había unas bolsas negras, la verdad quien sabe que contenían, pero olían feo, la playa estaba toda desolada, con mucha basura, el ambiente olía a muerte”.

Gracias por contarme tu historia, le digo.

“No entendemos a la naturaleza, nunca la vamos a entender, nadie se imaginaba que este acontecimiento sería de tal magnitud. Cuando pasa algo así lo único que nos queda es encomendarnos a Dios y esperar lo que venga, no sabes si sobrevives o no, si te quedas ahí y ya no regresas. Le agradezco a Dios que me dejó salir con vida todavía”.

Lorena Piedad
Lorena Piedad
Pachuca, 1990. Locutora y redactora. Participante de la Feria Nacional de Escritoras Mexicanas (FENALEM), edición 2022. Algunos de sus textos fueron publicados en la Antología Poéticas de los Sures Femeninos Despatriarcalizando la Poesía (Colombia, 2020) y en Voces Indómitas Primera Antología de Narrativa Breve Escrita por Mujeres (México, 2021).

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