Tuve un sueño:
Una niña de diez años que quería escribir historias trabaja en una tienda de abarrotes y renuncia a ese primer empleo porque no le gusta limpiar mostradores. Luego, es cerillita uno que otro domingo en una tienda en la Central de Abastos. Un señor burlón le da una propina de veinte centavos y dice: «se lo reparten», mientras se va con una sonrisa en el rostro. La niña mira a su hermanito con impotencia y tira la moneda.
Se convierte en adolescente, ahora labora en una maquila junto a su madre, jornada de ocho de la mañana a seis de la tarde; el almuerzo, a las once. Su actividad era fusionar telas con una plancha, una tras otra. Ve el reloj que pasa lento mientras escucha las canciones programadas en la Nueva amor 95.7 FM. Con su primer sueldo compra una pomada Cicatricure para ponerse en el brazo derecho, roto a los nueve años, que está marcado con diez puntadas que lucen color fucsia.
Llega a los dieciocho para trabajar en un call center. ¿Contamos con su pago para hoy?, pregunta. ¡Chinga tu madre!, le responde una señora en una llamada en quincena a las cinco de la mañana. Quería estudiar teatro, pero ¿de qué iba a vivir? De la actuación no, pero de mentadas de madre tal vez sí.
Ahora está en un lugar frío lleno de lodo otra vez junto a su hermano, su abuelo, su primo y su tía. Cuentan historias divertidas para hacer más ligera la jornada. Deben separar los DVD´S de su caja porque el dueño de ese basurero va a vender todo por separado.
Entra a la universidad. Los primeros semestres, de regreso a la maquila; por las mañanas, estudiante; por las tardes, quita hilos a las prendas.
Vuelve a aparecer detrás de un mostrador. Recibe aparatos electrónicos que necesitan ser reparados. En ese lugar está con dos de sus hermanos, comen juntos y ríen, bastante. Por las mañanas estudiantes, por las tardes recepcionista.
La veo con un vestido azul, parece una graduación; luego, oscuridad. Y la joven reaparece detrás de un escritorio en una clínica infantil donde agenda citas, saca copias y responde el teléfono, recibe un sobre con seiscientos pesos, su sueldo semanal. Llora de impotencia o de tristeza. Yo no logro descifrarlo.
Una carretera, bosque, neblina, niños y niñas descalzas se sumergen en la tierra mojada que les llega hasta las rodillas. La recién graduada hace encuestas socio-económicas, desde el amanecer hasta el anochecer. Veo un letrero que dice Sedesol.
Suena un celular. Ahora la mujer aparece en las oficinas de un periódico; después, en unas cabinas de radio hasta llegar a un lugar donde está un ferrocarril. Escucho una voz que me susurra: “sal de las sombras, ya has pasado demasiado tiempo escondida en ellas”.
Despierto:
Estoy en la presentación editorial de La otra ciudad. Memorias vivas de Pachuca, aparece mi nombre junto al de Francisco Arrieta, Zenón Rosas Franco, Ilse S. Sánchez Quintero, Lourdes Flores Ortiz, Macaria Hernández Chávez, Agustina Chávez Juárez, Laura Esperanza, David Ordaz Bulos, Irving Jesús Hernández Carbajal, Aída Padilla Nateras, Ana Luisa Vega, Áxel Chávez, Selene Andrade Flores, Kenia Dubé
Palomino, Arian Mejía Alvarado y Julio Acosta.
La nieta de una campesina oaxaqueña, la nieta del repartidor de gas, la hija de una costurera, la hija de un chófer, la niña, la joven y la mujer del sueño somos una misma. Venimos desde abajo. Pese a todo, lo logramos. Escribimos historias.