Este 4 de julio se cumplen quince años de aquella contienda por la gubernatura en la cual nos quedamos a muy poco de vivir la alternancia política, por primera vez. En aquel 2010. Francisco Olvera, del PRI, se enfrentó a Xóchitl Gálvez, quien compitió al frente de una coalición que juntó a todos los partidos de oposición de ese momento, en un esfuerzo que, en 1999, no pudo concretarse en primera instancia cuando Miguel Ángel Granados Chapa peleó para ser aspirante de una alianza entre el PRD y el PAN, la cual fue boicoteada por la dirigencia nacional del blanquiazul, ayudando al priísta Manuel Ángel Núñez Soto a alargar el régimen de Estado.
De manera oficial, los resultados electorales le dieron la ventaja Olvera en un 50 por ciento sobre 45 obtenidos por Gálvez. Sin embargo, en el cubo de Colosio el nerviosismo era sentido durante el día de la elección pues las estadísticas preliminares, en prácticamente todo el Estado, arrojaban una contienda parejera con un ánimo creciente hacia la candidata opositora. Fue entonces que la maquinaria se puso en marcha y desde la Huasteca, comenzaron a llegar resultados alentadores para el PRI. En el conflicto post-electoral, la coalición antagonista denunció compra masiva de votos en todo el territorio huasteco para sacar los endebles números del candidato del régimen. Y funcionó: Francisco Olvera tomó el mando de las manos de Miguel Ángel Osorio Chong quien se preparaba para arribar a la aventura de su vida como secretario de Gobernación de uno de los presidentes más corruptos de la historia reciente, Enrique Peña Nieto.
Al cabo de estos años, los caminos de ambos personajes, de Olvera y de Gálvez, coinciden en infortunios. El priista terminó un sexenio anodino, marcado por la corrupción de la Estafa Maestra peñista, la cual llevó a algunos de sus funcionarios a pisar la cárcel. Tuvo un tránsito fugaz y fracasado como delegado del PRI en la Ciudad de México donde sepultó todavía más los números de su casi extinto partido para luego, en épocas recientes, ser candidato a diputado federal por el distrito seis con un resultado a la par de su altura política: el exgobernador no sólo fue arrasado por quien fuera su secretario particular, el también expriísta y ahora morenista, Ricardo Crespo; sino que, de paso, comprobó que el poder cooptado es una ilusión y que su nombre, a pie de calle, vale muy poco.
Por su parte, Xóchitl Gálvez se convirtió en la caricatura de sí misma. Aquel 2010 sembró esperanzas de alternancia. Ella se presentó como una aspirante audaz, capaz de aglutinar los esfuerzos de una izquierda que la apoyó con todo, sobre todo en el Valle del Mezquital, y de un PAN hidalguense que aún no estaba pervertido por el gusto a sangre del calderonato. Pero al cabo de los años, demostró tener más amor por el dinero que por la política. Como alcaldesa de la delegación Miguel Hidalgo, se notó por sus actos de corrupción al beneficiar con el erario a empresas familiares (¿Dónde se ha visto?) y a algunas otras, a cambio de inmuebles. Como senadora, nadie recuerda ni una iniciativa suya, excepto por aquella vez en la cual llegó vestida de botarga al pleno. Y como candidata presidencial ¡del PRI!, el arrastre que le dio Claudia Sheinbaum no nos permite apreciar con certeza el tamaño del ridículo que hizo, entre mentiras descaradas, discursos olvidados, deslices físicos y, más que candidata, una madre angustiada por los escándalos etílicos de su hijo.
Pero volviendo a lo ocurrido hace quince años, aún especulamos en las pláticas de café: ¿Qué clase de gobernadora hubiera sido Xóchitl Gálvez?. Claro, no lo sabemos. Ella era otra persona, muy diferente, a la de ahora. O no; quizá ya era como es hoy y no lo sabíamos. Quizá Andrés Manuel López Obrador lo supo todo el tiempo y por eso se negó a respaldarla, algo que la izquierda de Hidalgo se lo recriminó en su momento. Pasa que, hace quince años, la política era diferente. En todo caso, la del 2010, fue la elección de la alternancia que pudo haber sido. Y sólo nos resta imaginar sobre los restos que dejó su estruendo.