Hace tres años, en Pachuca, una niña de diecisiete fue agredida sexualmente por un hombre adulto. Eran compañeros de la prepa. Entonces, la víctima no denunció. Porque no estaba lista; porque no tenía las herramientas; o porque, ninguna menor de edad está preparada —ni debería estarlo— para actuar con lógica jurídica ante la violencia. Han pasado esos tres años y ahora ella tiene veinte. Pero, como bien saben quienes han enfrentado algo así, las heridas que se abren cuando se atraviesan por los filos del abuso, no cicatrizan tan fácil. Peor, cuando hay que pasar de nuevo por los resabios de aquel trauma.
Así le ocurrió hace unas noches: el hombre, su agresor de entonces, volvió. La interceptó mientras ella caminaba en una colonia de Mineral de la Reforma. La acechó, la siguió y se burló de ella, una vez más, como hace tres años. Pero ella, aún con el cuerpo estremecido de miedo y rabia, se las arregló para escapar. Huyó hasta la casa de uno de sus amigos. Y ahí, sosteniendo el alma, llamó por teléfono a su hermana mayor. Necesitaba ayuda. Una salida. Afuera, su acosador esperaba por ella.
De inmediato, su familiar marcó al 911, pidiendo el auxilio de la Policía Violeta. Pero el supervisor no entendió, o no prestó atención cuando la denunciante le explicó la emergencia:
—¿Me puede contactar con la policía violeta para resguardo de una familiar? —pudo decir la hermana, con la mayor calma posible.
—¿Qué pasó con este familiar? —respondió el servidor público al teléfono.
—Es mi hermana. Acaba de comunicarme, hace unos meses, que fue agredida sexualmente por un excompañero de la prepa… —la mujer intentaba dar una explicación, un precedente del caso. Algo que le pudiera indicar al servidor público del otro lado del teléfono que aquello se trataba de una emergencia. Que su hermanita estaba en peligro, en ese preciso instante—. La siguió hasta su domicilio y está muy asustada resguardada en la casa de un compañero en este momento.
Pero el hombre no entendió. Porque no pudo. O porque no quiso.
—¿Por qué reportó apenas ahorita y no en ese momento? —dijo, cambiando el tono servicial de un principio a uno enfadado; incluso, exasperado– ¿O por qué le contó apenas ahorita?
Suponiendo que el funcionario no hubiera entendido el contexto de la denuncia; suponiendo que la denunciante no se hubiera expresado bien, mejor le hubiera valido pedir una aclaración. Sin embargo, prefirió cuestionar a la denunciante a partir de su prejuicio. No le importó el estado de emergencia.
Y suponiendo que, en efecto, se tratara una denuncia a posteriori, lo mismo: el servidor público dudó y juzgó, antes de atender a una mujer que estaba pidiendo auxilio para su hermana; porque su acosador, el que unos años antes la había agredido, había vuelto y la estaba acechando, siguiéndola y burlándose, en ese preciso instante. Había una urgencia y la primera respuesta del funcionario fue cuestionar: «¿Por qué apenas ahorita?».
Y aunque haya sido «apenas ahorita», qué importaba: el delito de abuso sexual no prescribe en el Código Penal Federal (y recientemente en el civil, gracias a la resolución del caso Sasha Sokol contra Luis de Llano) por lo cual puede y debe ser atendido por toda autoridad competente, ahorita, mañana y en el momento que sea. Ese es el derecho de las víctimas.
Esa noche, la muchacha esperó por la Policía Violeta, refugiada en la casa de su amigo. Pero la patrulla no llegaba. Desperada, la víctima contactó a la policía: «es que me dicen que ya llegaron pero no están». Los elementos se habían equivocado de dirección. «Vamos para allá», corrigieron éstos, prometiendo que la ayuda, ahora sí, estaba en camino. Así pasaron dos horas, tres, pero el auxilio nunca llegó. Cansada y resignada, ella decidió reportar la situación con el servidor público; pero, a cambio, la víctima escuchó una respuesta de deslinde: «mejor mañana vaya a poner su denuncia».
Llegó, pues, la mañana siguiente. Decidida a evitar un nuevo avance de su agresor, la joven buscó ayuda en el Centro de Justicia para Mujeres del Estado de Hidalgo. Esperó horas para ser atendida por una asesora, hasta que, al fin, alrededor de la una de la tarde, una funcionaria se atuvo a escucharla.
Ahí, la muchacha repasa, una vez más, lo que le ocurrió la noche anterior; ruega por una orden de restricción en contra de su agresor. Quiere alejarlo; quiere que no vuelva a aparecer; quiere vivir tranquila. Pero la ley no contempla ese tipo de medidas en situaciones como la suya. Primer revés. A cambio, la asesora jurídica le ofrece acompañamiento para presentar su denuncia ante el Ministerio Público, pero le explica que puede esperar que el caso se judicialicé o que, de plano, se archive. Segundo revés. Pero lo que sí puede hacer el MP es determinar para ella el auxilio de la fuerza pública; o sea, la Policía Violeta, la misma fuerza pública que, una noche antes, nunca llegó para ayudarla. Tercer revés. Y que todo eso iba a tardar como cuatro horas más, porque había «mucha gente»; entonces, la «recomendación» es que mejor se regrese a su casa a descansar y que vuelva al día siguiente (sí, otra vez); que al fin y al cabo eso hacen «muchas mujeres» que se quedan esperando mucho tiempo, hasta que se dan cuenta de que «no iban a pasar», que no serían atendidas. Cuarto revés. Otra víctima, cae indefensa.
¿Hacían falta más desprecios para que una víctima se sienta desprotegida por el Estado? ¿Qué puede pensar una mujer en una situación de emergencia por violencia si, en lugar de ser atendida con humanismo, es cuestionada?
Con todo esto, el Centro de Justicia de Mujeres para el Estado de Hidalgo (CJM) es una institución que ha recibido la suficiente credibilidad entre las mujeres para atender casos de violencia. Sus protocolos de atención fueron diseñados por activistas feministas, expertas en prevenir y atender violencia contra mujeres y niñas. Sin embargo, tiene dos problemas: uno, la precarización profesional. Por ejemplo, la hostilidad de las horas de atención; la pésima actitud o de plano la falta de profesionalismo de algunas servidoras públicas quienes, por ejemplo, reciben paquetería personal en sus escritorios mientras las mujeres intentan hablarles de sus casos, todo, frente a los repartidores que ahí se quedan como queriendo escuchar el chisme. Dos, y el más grave de todos: el dinero que le asignan para funcionar es paupérrimo. Eso podría explicar que opere en condiciones indignas que ponen en riesgo a las víctimas.
Para este 2025, el Centro recibió un presupuesto de más de 27 millones de pesos. Es prácticamente la misma cantidad asignada al Colegio del Estado de Hidalgo o el Instituto Catastral.
En contraste, por ejemplo, la Operadora de Eventos del Estado recibe casi el triple de esto; es decir, 96 millones, siendo una oficina dedicada a organizar actos de entretenimiento y que por sí mismo genera ingresos extra por la administración de la Feria y los Teatros Gota de Plata y San Francisco. Otro ejemplo: según se reportó, los gastos de mantenimiento por el Parque «Ben Gurión» oscilará entre los 10 y 11 millones de pesos anuales; esto es más de la mitad de lo que recibe el CJM. Y según, se confesó, las vallas colocadas para reprimir la marcha feminista del 8 de mayo costaron más de seis millones y medio de pesos.
Cuánto bien le haría al Centro de Justicia si ese dinero, en vez de gastarse en caprichos y represiones, se asignara a darle justicia digna a las mujeres y niñas de Hidalgo. Cuántas vidas podrían salvarse antes de que la policía se equivocara de domicilio.