En las alturas del quinto piso donde se ubicaba su departamento, recuerdo haberle dicho a Concha: “Vine porque esta ciudad tiene algo para mí”. Nueve años después, sus calles, sus cantinas, su futuro, todo de ella se me agotó en las manos. Le di lo poco que tenía y ella me devolvió el doble de eso más uno. Es hora de partir.
No es la primera vez. Estudiaba la prepa y al regresar a mi barrio cada tarde, miraba alrededor y pensaba ‘Dios, cómo me gustaría largarme de aquí’. Sentía y hacía cada día lo mismo. Los amigos, la bebida, la carrilla, la misma chica que no pelaba y las otras que hacían de contentillo mientras el amor asomaba. No es que no fuera feliz, es que estaba aburrido. Cada tarde lo mismo. En tanto imaginaba el lugar donde habría de estar. ¿DF? ¿La Habana? ¿París? ¿A dónde la justa vida cargaría con mi talento en ciernes? El destino que es sádicamente irónico con el proletario optó por llevarme a Pachuca, a tan sólo 45 kms de mi casa. Pero no estuvo mal. Irónica, pero sabia la vida al fin. Era Libre.
¿Cuándo un lugar se nos agota? ¿Qué señales? ¿Cómo advertimos que estamos de más en un sitio? ¿Es que todo comienza a apestar? ¿Nuestros pies se salen de la tierra?
Recuerdo un pasaje de El Extranjero de Camus. En el funeral de la madre de Mrs. Mersault, el calor aumentaba rápidamente sobre el cortejo fúnebre: “Todo esto, el sol, el olor del cuero y del estiércol del coche, el del barniz y el del incienso y la fatiga de una noche de insomnio, me turbaba la mirada y las ideas”.
Creo que eso pasa. No piensas claro cuando estás en el lugar equivocado. Y si no piensas claro, nada te sale. En eso las culebras demuestran su sabiduría: si no cambian de piel, mueren. Lástima que Mrs. Mersault no lo sabía. En un momento de la novela, a nuestro personaje le ofrecen un trabajo en París y él lo rechaza. Cree que es posible vivir hibernando en un mismo sitio –bueno, al fin y al cabo él era un crudo existencialista-, pero ¿qué pasaría si no hubiera temido al cambio, es decir, a la libertad misma? La respuesta viene al final del libro. Para allá vamos todos.
FACUNDO CABRAL
La primera vez que escuché a Facundo Cabral fue a bordo de un Atos rojo, camino a la Sierra Otomí. Acompañaba a Javier, fotógrafo, profundo e inquieto cristiano a quienes los teólogos católicos podrían calificar de “primitivo”. Él era mi amigo y como amigo, quiso compartirme la guitarra del cantautor. Fue su mejor herencia y mi mejor recuerdo de él hasta ahora. Siempre se lo agradeceré. El sábado que asesinaron al poeta, no pude evitar recordar a Javier, su auto y esa sierra. Su música cambió mi vida en muchos sentidos y nunca se los pude agradecer. Gracias Facundo, gracias Javier. Logré no ser un ciudadano.