En el tercer día luego del desborde del río Tula, la gente aceleró la limpieza de sus casas. Todas sus pertenencias sucumbieron ante dos metros de agua. Con escobas, jaladores y palas, sacaron el lodo que alcanzó todos los rincones. Nada, o muy poco, quedó servible. Con tristeza, y a veces con rabia, echaron para la calle lo que alguna vez brindó alegría. Y sobre la banqueta quedaron sillones, mesas, cortinas, televisiones, estufas, memorias convertidas en un muladar.
Al mismo tiempo fue llegando algo de ayuda del exterior. Despensas y medicamentos. Alcohol y ropa de medio uso. Un resto de comida caliente ha significado mucho para quienes quedaron sin poseer más que lo que llevaban puesto a la hora del desastre. Ha habido quienes, por primera vez, han tenido que estirar la mano para recibir un poco de ayuda. Y sí, quedan las casas, si es que aún se les puede decir así. Los muros de bloque ancho quedaron hediondos a desgracia. Para muchos, mejor valdrá tirar la construcción y levantar de nuevo un hogar.
Al menos ya no llueve…