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domingo, diciembre 22, 2024

Hasta que la muerte los separó: HISTORIA de una VIUDA

Nos convencemos de que la muerte es paz; pero ¿y las que quedamos vivas? ¿Cómo es la vida después del fallecimiento de tu compañero? ¿Cómo es extrañar a alguien que no volverá y con quien compartiste 60 años?

Primero, la noticia del fallecimiento. Abrazar un féretro, llorar, recibir condolencias de las personas, el consuelo en la oración; el sepelio, la tierra que cae sobre esa caja fría que oculta el cuerpo del hombre que amaste desde los dieciséis años, tu casa repleta de flores, voces de tus familiares por cada rincón, visitas después de cada rosario por nueve días; luego, la soledad absoluta.

Apenas comer lo necesario por tres días, no encender el televisor, no recibir visitas de nadie, no hablar del tema, leer la Biblia en busca de una esperanza, de un versículo que te asegure que lo volverás a ver, a escuchar, a abrazar. A partir de entonces, desayunar sola, comer sola, cenar sola, dormir sola, llorar sola; sí, la soledad absoluta.

Escuchar el sonido estridente de la puerta y por unos segundos pensar que ya regresó, que estaba de viaje, pero volvió; cocinar y cuestionarte si él va a alcanzar comida, después aterrizar a la realidad de que no está más y que posiblemente te estás quedando loca.

No más paseos juntos, ni charlas, ni caminatas, ni risas, ni enojos, ni nada. Un domingo de cada mes pararte frente a esa tumba que dice su nombre y desear con todo tu ser que no esté ahí, que era una pesadilla que terminará al volver a casa y encontrarlo ahí sentado en su rincón con los ojos cerrados, las piernas cruzadas y escarbando sus dientes con un palillo mientras la televisión suena a todo volumen.

Ponerte la piyama, apagar la luz y decir “buenas noches, señor”, esperando una respuesta que no llega. Llorar. Despertar en la madrugada y sentir un miedo indescriptible al no verlo en su cama.

―Fue bueno dormir en camas separadas los últimos años, así lo extraño un poco menos ―me dijo esta mañana mi abuela Piedad―. Cuando me muera no quiero ir a ninguna funeraria, me velan aquí en la casa, sólo mi hijo, mis hijas, mis nietos y mis nietas, no quiero a nadie más, ni que venga un sacerdote ni que pongan una cruz en la tumba ―me ordenó con su mirada triste y le dio un sorbo al café― ¿Ya qué más da? Enterré a mi padre, a mi madre, a mis hermanos, a una hermana, pero nunca había sentido este dolor.

Su esposo se llamaba Tomás. Era mi abuelo. Vimos fotografías; ahí está guardada su juventud, su vida adulta, sus experiencias al convertirse en padre y madre, luego en abuelos, su senectud, hasta que sí, la muerte los separó.

Una tarde de finales de agosto de 2022, mi abuelo se preparaba para su muerte. No lo sabíamos, pero era inevitable. Aquel día, él vio entrar a su esposa a esa habitación del cuarto piso en el hospital; fue bañado por sus manos y, cuando estaba a su lado, tomó una de ellas, la miró a los ojos y le dijo “gracias”. Así, sin más.

Días después murió. Luego de un año, ella se paró frente a su tumba y dijo: “gracias por la familia que formamos, señor”. Tomó su sombrilla, dio la vuelta y caminó hacia la vida, o lo que quedara de ella. La mitad, sesenta años de su vida, ya están en la tumba de mi abuelo. Tomás Hernández Pérez, era su nombre.

Mi abuela Piedad, la viuda, encontró en la Biblia un versículo que dice “Dios puede ‘despertar’ a los muertos tal como nosotros podemos despertar a alguien que duerme”; pero nosotras, las que quedamos vivas, no podemos. Que afortunado es Dios, pensó.

Lorena Piedad
Lorena Piedad
Pachuca, 1990. Locutora y redactora. Participante de la Feria Nacional de Escritoras Mexicanas (FENALEM), edición 2022. Algunos de sus textos fueron publicados en la Antología Poéticas de los Sures Femeninos Despatriarcalizando la Poesía (Colombia, 2020) y en Voces Indómitas Primera Antología de Narrativa Breve Escrita por Mujeres (México, 2021).

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