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viernes, julio 26, 2024

El panteón de LOS POBRES

Nosotros, las obreras, los obreros, campesinas, campesinos, el proletariado, el pueblo pues, enterramos a nuestros muertos en el panteón de los pobres aquí en la capital, Pachuca.

Velamos sus cuerpos en las que fueron sus casas; si acaso, nos alcanza para rentar una funeraria sencilla, apenas para lo necesario. No recibimos coronas enviadas por políticos, empresarios o de ninguna gente adinerada. Los vecinos llegan con un ramo de flores, algunos sin nada. No nos vestimos con ropas elegantes negras, sino con lo del diario para entregar a nuestros difuntos al más allá.

En los rezos ofrecemos café, tamales y, si alcanza, pan. Comenzamos a preparar el guisado para el día siguiente, después del entierro. A ratos lloramos y a ratos nos preocupamos por la deuda que se nos viene encima, algunos de nosotros ahorramos años porque morirse es caro.

Siempre veía en las películas los funerales con carrozas elegantes, una caravana de autos, coronas con flores finas y me imaginaba un ambiente con aroma a rosas; pero la realidad es diferente. Un 16 de septiembre, luego del velorio, observé lo que iba frente a mí rumbo al panteón: una camioneta Windstar color vino, viejita, mucho. Apenas se leían los logos dorados de la funeraria “Ángeles”. Adentro iba el cuerpo de mi difunto en un ataúd, por demás sencillo, que muy pronto sería destruido por los roedores.

Así entramos al panteón de los pobres con deudas y mucho dolor. No nos abrazó el aire puro y fresco sino la tierra de ese lugar árido como desierto, con sus tumbas tristes, algunas de los tiempos de la Revolución.

Apenas le pusieron unos letreros medio decentes a las disque calles, pero son tantas tumbas entre el polvo y el abandono de sus familias que parece una ciudad después del apocalipsis. Una que otra tiene el concreto ya levantado por donde entran las ardillas o las ratas, sabrá Dios. Una vez hasta estaba dentro una perra con sus cachorros. Entraban y salían como Pedro por su casa.

No sabía yo qué me dolía más: si ver a mi difunto o el lugar donde iba a quedar su cuerpo. A los lados había montones de tierra, una cruz de madera viejísima. Al parecer eran tumbas abandonadas. Enfrente de él está un niño, a lado una señora, todas olvidadas. ¿Por qué será que con el paso de los años dejan de visitarlas? ¿Me va a pasar eso también?

Los sepultureros excavaron y excavaron. El polvo nos cubría, nos abrazaba para recordarnos quienes somos, los pobres. Porque ¿qué más hubiera querido que mi difunto estuviera en un panteón-bosque, sin tumbas en tercera dimensión, sino una placa en el pasto para cerrar mis ojos y respirar ese aire limpio? En cambio, acá cierra una los ojos de la picazón del polvo, de respirar profundo ni hablamos.

Siempre he odiado la idea de pensar que mis difuntos estarán tres metros bajo tierra, como se dice, me aterra eso, pero ni qué hacer. Lo bajaron a la zanja y luego de la tierra le pusieron una plancha de cemento encima. La esposa de mi difunto quiso hincarse para llorar, pero no pudo porque las piedras se le enterraban. Ni llorar a nuestros muertos se nos permite dignamente, pensé.

Cubrimos la tumba con flores y rociamos agua para aplacar el polvo. A eso venimos a esta vida, a terminar ahí. Tuvimos que esquivar una piedra, otra piedra, de repente pisamos una que otra tumba, pero logramos salir a la avenida principal para irnos a casa a repartir el guisado preparado.

Ya pasó un año de aquello. He ido pocas veces a la tumba de mi difunto porque me causa más tristeza el ambiente de ese lugar, siempre seco. Cuando volví para recordarme que pasaron 365 días sin verlo, observé el sitio: montones, pero montones de flores muertas apiladas en los contenedores en cada esquina. Fuimos por agua a la pileta para los floreros y era verde, quién sabe cuánto tiempo pasará para que los limpien.

Quién sabe si la muerte distinga la clase social; quién sabe si Dios nos ubicará en el cielo de acuerdo con el cementerio donde estés. Lo que es cierto es que no podemos ni llorar a nuestros muertos en un lugar digno, que nos brinde paz o serenidad. Ni modo; aquí nos tocará yacer: en el panteón de los pobres.

Lorena Piedad
Lorena Piedad
Pachuca, 1990. Locutora y redactora. Participante de la Feria Nacional de Escritoras Mexicanas (FENALEM), edición 2022. Algunos de sus textos fueron publicados en la Antología Poéticas de los Sures Femeninos Despatriarcalizando la Poesía (Colombia, 2020) y en Voces Indómitas Primera Antología de Narrativa Breve Escrita por Mujeres (México, 2021).

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