por Pavel Gabriel Gamboa Butrón
EPT, miércoles, 2017. Ahí estaba yo, sentado en El Sauce, la pequeña jardinera que se había vuelto el punto de reunión central de toda la bandita de la prepa. Eran las 10:30 de la mañana, mi grupo estaba en clase de Biología con la profesora Eloísa (que en paz descanse) pero, como ya era costumbre, entrar a clases era, de todo, lo que más me valía madres.
El Bebo, el Codi y el Father, todos amigos de sexto semestre (yo iba en segundo), estaban hablando sobre ir a comprar tortas a la cafetería. Esas tortas de 55 pesos (lo más caro junto al menú), según contaban las malas lenguas, tenían cucarachas. El Codi dijo que simón, que sí jalaba por una torta, pero después, que mejor eso fuera el bajón.
—¿Traes? —preguntó el Bebo.
—Ahuevo, mi Bebo —respondió el Codi con una sonrisa—. ¿Vamos al depo?
El depo era el spot para ir a fumar. Un deportivo en Las Vegas (así se llamaba la unidad habitacional al lado de mi prepa), desierto la mayor parte del tiempo; el lugar perfecto para que los morros se fueran a dar toques antes de clases.
—Jalo —dijo el Father, y después me volteó a ver—. ¿Igual vas, Codi?
A mí también me llamaban Codi. Yo les dije que simón, pero que na’ más los acompañaba. A mí solo me latía el cigarro, y la neta esas historias de malos viajes hacían que me diera culo quemarle las patas al diablo.
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Ir a fumar mota era todo un ritual. Normalmente, cada quien se armaba una playlist con rolas acá medio psicodélicas. El Codi era el que ponía las de Tame Impala; Bebo, Los Strokes. El Father no ponía nada, ese wey era medio raro, normalmente nunca le pegaba. Yo ponía Coldplay (pa’ acordarme de mi novia) y Opeth. También apartábamos baro para armar el bajón y, si la cosa se ponía fea, para comprar leche y gotas para los ojos. Desde aquí les digo, esas madres no sirven para bajársela.
Salimos al cuarto para las 11. Al llegar a la esquina de la escuela, me compré mi rondalla con el don de los cigarros, 1 a 4, 3 por 10. Extraño esos precios. Caminamos bajo el sol matutino por unos siete minutos, pasamos una secundaria que tenía un mural (muy feo, la neta) que decía “DI NO A LAS DROGAS”. Ya lo habíamos visto antes, pero esa vez nos dio risa. Llegamos al depo, cruzamos la puerta y nos fuimos a las gradas; como siempre, estaba vacío.
El Codi sacó la ganja y empezó a grindearla, la echó en un hiter color dorado y se dio el primer toque. Yo me prendí mi cigarro y na más vi cómo esos weyes se ponían bien felices. Usaban un audífono de un lado, pa ‘ escuchar sus rolas mientras les pegaba la mota; el otro lado descubierto, pa’ escuchar la sarta de pendejadas que decíamos. “No wey, que la Mariel ya mandó a la chingada al Cobain”, “Pinche Codi, te vas a aplazar, cabrón, ya entra a tus perras clases”, “Que pedo, Bebo, ¿cómo te va con la Veida?”. Conversaciones intrascendentes que, para nosotros, eran lo más chingón del mundo.
Habían pasado como 20 minutos desde que dejamos El Sauce, y mis compas ya estaban happys. El Codi me roló el hiter y dijo que, si quería, me diera. Yo dudé. Me llamaba la atención, pero muy en el fondo, más que miedo, sentía que mi jefa me estaba observando. Al final si me prendí. Había escuchado que la primera vez que fumas es normal toser. Yo me dije: “Al chile no voy a toser, fumo un chingo y ya estoy acostumbrado”. Ni madres, si tosí. Me dijeron que me diera otra vez, que porque había sacado todo. Me prendí otra vez.
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—Aguanta el humo, Codi. Pa’ que pegue.
Todo bien, todo tranqui, no sentía nada. Nos quedamos otros cinco minutos hablando de pendejadas y después regresamos a la escuela. A medio camino, empecé a sentirme diferente; más lento. Tenía la boca toda seca y, según mis compas, ya tenía los ojos bien perros rojos.
—Es la seca, wey —me dijo el Codi, que era el que más le sabía—. Ahorita te compras algo en la cafe.
Sentía el pulso de mi corazón en la garganta. Se sentía súper chingón. El Bebo iba hablando de la Veida con el Father; yo estaba diciéndole a Codi que la rola de Led Zeppelin que estaba escuchando se oía bien vergas. Iba bien emocionado hasta que recordé que Jaimito, el poli que vigilaba la entrada de la prepa, nos vería bien puestos.
—El Jaimito, weyes —les dije a los otros—. Nos va a ver bien pendejos y nos va a torcer.
—Ah no mames —soltó el Codi—. Simón, we. Vamos por unas gotas para que no se nos vean los ojos todos rojos.
Hicimos un disparejo y el Bebo se lanzó por las gotas. Nosotros nos quedamos con el don de los cigarros; juntamos dos mesitas y nos quedamos todos pendejos viendo hacia la nada. El don tenía una bocina y dejaba que pusieran rolas. Le dijimos que si nos daba el auxiliar: queríamos poner nuestras playlists todas raras a todo volumen. Ya iba a conectar mi cel cuando llegó la Fer, una morra que iba dos salones atrás del mío.
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—Oye Pavel, ¿me prestas el auxiliar?
Yo, bien puesto, se lo di sin decir nada. El Codi me mentó la madre cuando Fer y sus amigas pusieron banda en la bocina. Lo que había sido un trip medio psicodélico al ritmo de Pink Floyd y Led Zeppelin se convirtió en una cacofonía de trompetas, tubas y una voz en español.
El Bebo llegó a salvar el día. Nos salimos del local del don y nos pusimos las gotas diez minutos antes de que iniciara mi otra clase. Habían pasado 40 minutos desde que estábamos en El Sauce, yo sentía que habían sido 4 horas. Nos esperamos un rato antes de entrar. Primero fue el Codi, seguido del Bebo. Cuando me tocó, pasé a Jaimito sin problemas. Iba a mitad de camino cuando escuché su voz a mi espalda.
—Oye, güero. Ven.
En mi pensamiento de camaradería, creí que mis compas se iban a regresar. Nel. Me la pelé. Pude haberme hecho wey y seguir caminando, pero mis pies, medio estúpidos, fueron con Jaimito. Y después… Nada. Me dijo el poli que ya sabía que venía bien puesto, pero que me pasara y na’ más estuviera tranquilo.
La primera vez que le quemé las patitas al diablo no estuvo tan mal. Cuando regresé al Sauce con el resto de la bandita, esos weyes se andaban cagando de la risa. Yo también me reí. Y nos fuimos a bajonear a las tortas de la cafe.